
ROMANCE DEL VIAJE A ESCOCIA
El verano ya maduro
en su gama de calores,
pesada flama de día,
húmeda calma en la noche,
me traía su promesa
lacrada dentro de un sobre.
Iba a visitar la tierra
de los pictos, bravos hombres
que ni el Imperio Romano
doblegó con sus cohortes;
iba a buscar el misterio
de sus lagos, de sus voces
en esa lengua concisa
que, con la fuerza de un roble,
encierra en sílabas cortas
su brusca historia de bronce.
Julio del setenta y nueve.
Tengo que hacer la maleta.
Es de piel fina, granate,
mediana, suave, sin ruedas,
y en su vientre se confunden
de estación todas las prendas,
porque allá arriba, tan lejos,
crece una eterna tormenta,
y hay que acudir al abrigo,
los jerseys y las chaquetas,
como si así, de repente,
el estío se torciera,
y el enigma de un eclipse
apagase el sol, y mientras,
el invierno recubriese
con su frialdad la fecha.
Veintidós años cumplidos
sellan en el pasaporte
mi larga tiniebla antigua
que los mapas desconoce,
y ante mis ojos se abren
roncas fronteras del norte,
con su lluvia persistente,
y acero en el horizonte.
El trayecto se hace largo
cuando se cierran las puertas
del avión, que es un cofre,
como una tumba perfecta
para el mal de claustrofobia
que de mi ser se alimenta.
Y luego el tren, tan despacio,
lenta lombriz de madera,
por fin nos lleva a Edimburgo,
donde un alto sol espera,
como si entre mi equipaje,
escondido en la maleta,
hubiese viajado un trozo
del verano de mi tierra.
Mas, el frágil espejismo
se difumina en la densa
oscuridad que, de pronto,
cubre la ciudad entera.
Entonces, reparto el alma
con emociones intensas;
subiendo la Royal Mile,
su corazón de realeza,
todos sus años de historia
contemplo por vez primera.
Y a Macbeth brindo un saludo,
y a Duncan, y a la silueta
del castillo que me guiña
su ojo de piedra añeja.
¡Por fin me mira Edimburgo!
¡Por fin le hablo de cerca!