EL JOVEN GORRIONCILLO (20 Julio 2021)

EL JOVEN GORRIONCILLO (19 JULIO 2021)

                Mis agapornis, que ocupan una jaula enorme de dos compartimentos en mi balcón, se ponen a comer, como es típico en ese tipo de aves, moviendo la cabeza de un lado a otro mientras escarban en el comedero con fuerza, ya que ese es su modo de acceder a la comida, al carecer de manos u otros apéndices para agarrarla. En ese movimiento rápido y compulsivo dejan caer hacia los lados, y sobre todo fuera de la jaula, un estallido de alpiste, que queda desparramado en derredor igual que un curioso baño de confeti, como si la rabia del levante o algún niño travieso lo hubiese diseminado por el suelo, hasta alcanzar bastante distancia.

 Ante tal despliegue de grano apetecible, los gorriones del barrio suelen acercarse a mi balcón, posándose aquí y allá y dando saltitos por toda la terraza, como “periquillo por su casa”, como invitados de urgencia que asisten a un ágape cuya ubicación llevan ya señalada en sus agendas biológicas.

 Durante esta primavera han estado visitando las losas granuladas de alpiste una familia de cuatro gorriones, dos pollos y dos adultos (no sé si macho y hembra). Han venido regularmente, varias veces al día, con la casi exclusiva intención de alimentar a los pollos con los granos esparcidos por todo el balcón. Los polluelos reclaman su alimento mediante una especie de temblor con el que agitan su cuerpo, mientras abren los picos con insistencia.

 Ya han crecido, y he comprobado que uno de los pollos, ya casi adulto, sigue viniendo con frecuencia en busca de ese alpiste fácil al que está acostumbrado. Sé que se trata de uno de las crías porque reconozco sus colores a causa de mi atenta observación durante los muchos meses que han continuado con sus visitas. Me suelo sentar en el sofá que está junto a la puerta de acceso al balcón, que es un lugar privilegiado para poder vigilar los movimientos de las aves.

 Lo que me ha resultado más curioso es el comprobar cómo ese pollo entra en mi balcón con la alegre y desenfadada familiaridad de quien conoce el terreno. Casi no tiene miedo a mi presencia, e incluso, muchas veces, intenta entrar sin perder el ánimo en la jaula de los agapornis, que por supuesto, rechazan al intruso, haciéndole saber que ese es su territorio, y que no tiene derecho a colarse. Pero él se posa con toda tranquilidad en el techo a dos aguas de la pajarera, en los platos de adorno, en los tubos de goma del aire acondicionado que cruzan la parte alta de la pared hasta la unidad exterior del mismo, en la barandilla metálica …

 ¡¡Ojalá pierda el miedo del todo y sea capaz de quedarse a comer impasible aunque yo esté presente y lo suficientemente cerca para verlo!!

PEQUEÑAS REFLEXIONES EN PROSA SIMPLE: DE CÓMO LA VERDAD AFECTA A LA POESÍA (04 Julio 2021)

PEQUEÑAS REFLEXIONES EN PROSA SIMPLE: DE CÓMO LA VERDAD AFECTA A LA POESÍA (04 Julio 2021)

                Tengo tantos libros que no caben en las baldas de las estanterías, y los tengo que colocar en dos y tres filas, unas atrás y otras delante, junto con otras pilas encima de las mismas, a pesar de que hay bastantes muebles de los catalogados como “librería”, con múltiples estantes, los cuales ocupan una habitación entera de la casa, haciendo las veces de pequeña biblioteca personal. Por eso hace un año decidí realizar un inventario casero, que aún no he terminado, pues el material a inventariar parece crecer y multiplicarse de forma mágica e incomprensible, y siempre acaban apareciendo más cosas cuando creo que ya estoy a punto de concluir, y me veo forzada a incluir piezas olvidadas detrás de alguna repisa.

 Y he aquí que, al llevar a cabo esta labor de clasificación de mis libros, me encontré con uno de esos textos que en mi juventud me dejaron una marca indeleble, tanto en la forma como en el fondo, “Confieso que he vivido”, las memorias de Pablo Neruda.

 Recuerdo perfectamente cuando lo leí, gracias al generoso préstamo que me hizo del mismo mi querida compañera de estudios, Maribel Gaviño, y digo generoso porque tardé mucho tiempo en devolvérselo; yo, que de costumbre soy muy lenta en la lectura, pues me regodeo en las palabras como un niño en una golosina que chupa despacio para que no se acabe, fui especialmente calmosa y densa en la lectura de este libro. Me llevaba a veces varias horas con sólo una o dos páginas, en un intento por desmenuzar el lenguaje, por saborear cada oración, para disfrutar del conjunto desde las frases hasta las comas y los puntos. (Después, al cabo de unos años, me compré un ejemplar para que formara parte de mis lecturas de toda la vida).

 Desde entonces, a través de esta obra en prosa, entré de lleno en la poesía de Neruda, y su obra se convirtió en mi referencia de cabecera, una especie de fuente sagrada de raíces líricas. Sus poemas eran como un limpio espejo para mi corazón, que se hallaba a sí mismo reflejado en los sentimientos presentados por el poeta, y en la forma vigorosa y emotivamente terrenal que éste había elegido para su confección.

 Sin embargo, desde que tuve conocimiento de una turbia historia en la vida de Pablo Neruda, ya no lo puedo leer con la misma pasión, ni puedo creerme en el fondo del alma el significado de las palabras que tan certeramente empleaba.

 Pablo Neruda se casó por primera vez con una mujer de origen holandés, María Antonia Hagenaar, a quien él llamaba “Maryka”, con la que tuvo una hija, su única hija, Malva Marina Trinidad Reyes. Pero esta pobre niña nació con una grave enfermedad, la hidrocefalia, una deformidad derivada de un exceso de líquido cefalorraquídeo que produce un aumento en el tamaño de los ventrículos en la cabeza, lo cual ejerce una presión fatal sobre el cerebro. Pablo Neruda rechazó de plano lo evidente y no quiso aceptar el observar en su hija la dolencia a la que todos los síntomas apuntaban con absoluta y fatídica claridad. Y cuando la realidad se volvió tan obvia que era imposible negarla, simplemente optó por esconder a la niña para que nadie pudiese ver que un hombre tan fuerte y viril como él había concebido a una criatura tan “imperfecta”, que sufría una enfermedad tan “poco estética”, una vergüenza insoportable para un padre tan entregado a los cánones de la belleza y a su propio autobombo como varón.

 Sin pensárselo dos veces, abandonó a su mujer y a su hija cuando la pequeña sólo tenía dos años, e incluso les negó el salvoconducto que las hubiera salvado del terrible azote de la Segunda Guerra Mundial, cuando ambas se encontraban en Holanda sufriendo las penalidades del conflicto bélico y sus consecuencias. Por supuesto, ni que decir tiene que tampoco había aceptado hacerse cargo de la manutención de la niña, y ni siquiera fue capaz de ofrecer la ayuda económica que tal vez las hubiese salvado de morir en la indigencia.

 ¿Cómo puede un padre hacer algo semejante a su hija enferma? ¿Cómo podía hacer algo tan inhumano una persona que presumía de luchar contra la injusticia y que siempre andaba colgándose las medallas de la revolución, alguien que se prodigaba en discursos en pro de la igualdad y la conciencia social? ¿Cómo podía hacer tanto daño a una niña desvalida, sola, y de su propia sangre?

 La indignación se apoderó de mí en cuanto leí la historia, que vi corroborada posteriormente en una película, (cuyo título no recuerdo ahora mismo). Me pareció una actitud tan cruel y arrogante, un ardid tan despiadado, que se me estropearon de pronto las huellas que sus poemas habían dejado en mis recuerdos. Fue un desencanto doloroso y de agria fealdad, porque no sólo me enfurecía el vil desamparo que sumía a la pobre criatura en la más absoluta desatención y orfandad forzosa, sino que a mí también me despojaba de mi bagaje poético, de mi antiguo disfrute al sumergirme en su obra.

 Ya nunca sentiré lo mismo al leer sus poemas. Habrá quien diga que no tiene por qué ser así, que la obra sobrevive y sobrepasa al escritor, y que se puede contemplar y gozar de forma aséptica, abstrayendo el contenido de las anécdotas reales de su creador. Pero yo creo que eso no es posible con la poesía, pues en dicho género se apela al sentimiento, se desgaja el corazón para que otros reconozcan en las palabras sus propias vivencias y acaben por hacer suyos los versos como si albergaran sus propias emociones. Es una especie de intercambio de sensaciones que llegan a admitirse como parte de la experiencia de quien se digna a entrar en las estrofas en busca de una señal auténtica. No ocurre lo mismo en el caso de otros géneros literarios, como la novela o el teatro, donde sí se puede desvincular la lectura del autor, ya que los personajes adquieren vida propia, y la historia lleva sus propios derroteros, ajenos a la mano que les dio la vida en la ficción.

 Para mí es imposible desligar el significado de los conceptos que aparecen en el poema y la verdad que aparece agazapada detrás. Y por eso, si leo un poema de Pablo Neruda donde habla de confianza, amistad, entrega, amor, ¿cómo voy a creerme tales términos? ¿Cómo voy a darles valor sabiendo que quien los utiliza tenía un alma de piedra? Sólo puedo ver en su obra el resultado de un ejercicio de grandiosa destreza lingüística, un hábil juego de palabras con la sonoridad adecuada y el ritmo perfecto, los requisitos para crear un poema de magnífica artificiosidad, pero carente de sentimientos honestos, y por tanto, carente de verdad.

 Ahora, cuando leo o recito “Inclinado en las tardes/ tiro mis tristes redes a tus ojos oceánicos…”, por ejemplo, necesito hacer un esfuerzo titánico para volver a sentir lo que ese poema me inspiraba. Y si lo consigo, no es por el poeta, sino por la fuerza de mis recuerdos que rescatan los versos de la fría ignominia de su autor para insertarlos en mi propia memoria y en mis propias vivencias, donde sí que hay emociones auténticas.