
LA NOCHE DE LA COCA-COLA Versión extendida A
En la cúspide de aquel verano, que apretaba indolente a los sufridos vecinos del barrio durante todo el día con su pesada flama, (como siempre en nuestra tierra sureña), estos pobres habitantes del infierno, con los cuerpos ya agotados por el calor, intentaban apañárselas para llegar sanos y salvos a la tregua nocturna de la temperatura. Muchas sillas bailaban raudas escaleras abajo, hacia la calle, donde servían de asiento a aquellos que buscaban el frescor que dispersaba por todas partes el alivio de la oscuridad, bajo las limpias estrellas del estío. Las charlas incesantes subían su eco vaporoso hasta la luna, y los niños jugábamos en la calle disfrutando de la ligera brisa, sin restricciones en las horas.
Mis amigas y yo soñábamos con ir solas alguna de esas noches al cine de verano que se hallaba al otro lado del puente, en las estribaciones del vecindario. Había que cruzar no solo el puente sino también la carretera, siempre atestada de tráfico, que separaba el amplio local del cine de los límites de las casas, como una gran serpiente al acecho; pero nosotras sabíamos ya atravesar los obstáculos, puente y carretera, con sumo cuidado, a pesar de nuestros escasos nueve años, ocho en el caso de Carmelita.
Las cuatro, Luisa, Carmen, Carmelita y yo, anhelábamos poder hacer realidad nuestro deseo, ya que a las cuatro nos gustaba mucho el cine. Pero ese no era el único motivo. Además de la tendencia a vivir aventuras a través de la pantalla, nos atraía sobremanera la posibilidad de ir las cuatro solas, como si fuéramos adultas, a disfrutar de las películas. Y para rematar el sueño, el recinto donde se ubicaba el cine se encontraba cerca de un caño de agua, y rodeado de plantas aromáticas, por lo que a la emoción de la experiencia había que añadir la agradable frescura del ambiente que se respiraba en el lugar, perfumado de jazmines, damas de noche, y otros arbustos que se mezclaban en la sinfonía de olores.
Todas sabíamos que teníamos que ahorrar de nuestra exigua paga, supuestamente semanal, de una o dos pesetas. Pero se presentaban varios problemas: para empezar, la paga no se recibía de manera regular, sino con la intermitencia que el presupuesto familiar permitía, cada diez o doce días, o una sola vez al mes, si acaso. En segundo lugar, la cantidad era tan pequeña que necesitaríamos varios meses para alcanzar las doce pesetas que costaba la entrada para los asientos de “general”, más barata que la entrada para la zona de “preferencia”. Y por último, estaba el tremendo asunto de la pobre Carmelita, que no recibía ni paga, ni atención, ni comida a sus horas, ni ninguno de los cuidados preceptivos para con una niña de ocho años, pues sus padres, la mayor parte de las veces, se encontraban sumidos en la inconsciencia y la despreocupación con las que el alcohol les embotaba el alma y el cuerpo. A ella ni siquiera se le hubiera ocurrido sacar el tema del dinero para el cine, a sabiendas de que la sola mención de algo así podía suponerle una paliza de espanto. <<¡Uff! ¡Dinero para el cine! Ni soñarlo>> Recibía golpes de todos los colores sin siquiera una razón, siempre vapuleada como un guiñapo, únicamente por la simple arbitrariedad de la ojeriza que las borracheras plantaban en el podrido ánimo de sus padres. ¿Qué podrían hacerle teniendo un “motivo”, como la osadía de pedir dinero para un capricho, como, por ejemplo, el antojo del cine?
Así que éramos conscientes de que el precio para la entrada de Carmelita lo tendríamos que reunir entre las demás, porque si no, sería imposible que pudiera disfrutar de la película con nosotras. Y sabíamos también que para ella estas escapadas en compañía de las amigas, fuera de la amargura de su casa, le devolvían la esperanza y la fe en el mundo, y le regalaban ese rato de felicidad que la salvaba de la desesperación total, a pesar de que no tenía más remedio que volver a la tortura diaria de su vida familiar. Sus alegres vivencias con nosotras eran sus vacunas contra la derrota del ánimo.
Estaba claro que se hacía necesario acudir a nuestras familias con la mejor cara de niña buena que pudiéramos aparentar, para así engatusar a mamá o a papá y conseguir que nos proporcionaran, cualquiera de los dos, la suma precisa para realizar nuestro deseo.
Yo, como era la más pequeña en casa, y el ojito derecho de mi padre, me acerqué a él con toda mi inocente sutileza para proponerle que me financiara la susodicha entrada del cine. La verdad es que no tuve que hacer mucho esfuerzo, pues mi padre acababa de cobrar, y le pareció una buena idea que yo comenzara a desplegar las alas con mis amigas, sobre todo para ir a empaparme del séptimo arte. Mi padre siempre fomentó mis incursiones a la cultura, ya fuese con libros, películas, música, arte en general, o sencillamente con los estudios, a pesar de nuestro entorno humilde, o quizás por eso mismo. Pero, como no tenía suelto, me dio una moneda de diez duros, (cincuenta pesetas), con la firme advertencia de que debía darle la vuelta del dinero una vez realizado el gasto.
Cuando por fin todas contábamos con el dinero suficiente, incluso para la entrada de Carmelita, nos dispusimos a llevar a cabo nuestra anhelada excursión al cine de verano, sin importarnos mucho ni siquiera cuál pudiera ser la película, y sin haber visto la cartelera. Después de cruzar con mucho cuidado la carretera y el puente, llegamos a la taquilla, donde adquirimos los billetes. ¡Qué ilusión!
La película en cuestión era de espías, una de James Bond, “Operación Trueno”. Nos sentamos en las sillas con agitación un tanto desmedida, pero sin mostrar excesivas señales externas de tal revuelo emocional. No nos pusimos ni a gritar, ni a molestar a los demás espectadores, ni a movernos inquietas por las sillas, evitando así el crear, sin desearlo, un estallido de enojo en el público circundante. Nada de eso. Llevábamos los nervios por dentro, con la misma expectación y las mismas ganas que si fuera la primera vez que asistíamos a una velada de cine, lo cual no estaba muy lejos de la realidad, pues nunca antes habíamos podido gozar de una película las cuatro juntas. En unos instantes, nada más empezar el film, nos anegó el gigantesco despliegue de color de la pantalla, envuelto, como si de un humo blanco y esponjoso se tratara, en los acordes de la espléndida canción que ilustraba la banda sonora. Y una vez sumergidas en el suspense de la trama, reaccionábamos a cada detalle de la historia como si nos encontráramos en mitad de la acción, saltando, mordiéndonos las uñas, y lanzando pequeños grititos de angustia contenida, con suaves pellizcos y agarrones de brazos entre unas y otras, y si bien no entendíamos del todo los innumerables giros de guión y el enrevesado carácter del argumento, nos acabó pareciendo lo bastante entretenida como para cumplir las expectativas del principio.
Pero lo mejor de todo, aparte de la película en sí, o como colofón de la resolución final de la historia, fue que yo, al ver que contaba con muchas pesetillas, (la vuelta de las cincuenta pesetas), sentí el impulso de comprar, como hacían los adultos, una botella de Coca-Cola en el ambigú del cine. Una para las cuatro, pues el famoso refresco costaba muy caro, ¡30 pesetas!, y los diez duros no daban para más. Eso sí, la botella de entonces era algo más grande que las actuales. ¡Qué maravillosa sensación compartir esa Coca-Cola con mis amigas con la espléndida voz de Tom Jones inundando el ambiente junto con los perfumes de las variadas flores que rodeaban el cine! Esos frescos y contados buches que bebimos del burbujeante líquido nos parecieron la mejor sensación del planeta… Si alguien hubiese podido captar el placer y el alegre gusto que destilaban nuestros rostros en ese encendido ritual de camaradería alrededor de la fría botella, el espléndido y sincero material habría servido para montar el más convincente de los anuncios que la compañía Coca-Cola pudiera imaginar. Jamás olvidaré aquella experiencia.
Cuando regresé a casa, mi padre me estaba esperando. Me saludó y, casi inmediatamente, me pidió que le diera el dinero de vuelta. Sin embargo, solo pude entregarle cuatro míseras pesetas. Intenté explicarle con toda la labia de la que fui capaz que había comprado un refresco para mí y también para mis amigas, uno para las cuatro, y que lo habíamos pasado mejor que nunca gracias a esa ocurrente circunstancia. Pero mi padre se puso hecho una furia, porque en mi casa el dinero no sobraba, sino que por el contrario, faltaba la mayoría de las veces, y cualquier imprevisto, por pequeño que pareciese, hacía temblar las cuentas familiares. Me gritaba nervioso, como un energúmeno, hasta que llegó mi madre con el firme propósito de suavizar el tema, tratando de excusar mi error con el hecho de que yo nunca recibía ningún caprichito, y que ya tenía edad para disfrutar de vez en cuando de algún pequeño detalle para mi asueto y mi formación como persona. Mi padre, que me amaba con ternura, al igual que a mi madre, fue bajando la temperatura de su enfado, y finalmente asintió ante las explicaciones, dando la razón a mi madre y el asunto por zanjado en un alarde de generosidad. Entonces, como por encanto, en un segundo, me miró como quien mira a una niña que acababa de dar un pequeño e inesperado estirón, como si pareciera un poquito mayor que el día anterior, antes de salir con las amigas a aquella memorable sesión de cine.