De niña, yo era un desastre a la hora de comer. Comía menos que un gorrión, con minúsculas porciones, y de muy limitada variedad, pues no me gustaba casi nada y me negaba a probar alimentos o platos nuevos. En general, la ingesta era tan escasa que, incluso, en una ocasión, había derivado en una peligrosa enfermedad llamada cetoacidosis, comúnmente conocida como “acetona”, que se da en casos de anemia persistente por inanición. Hasta ese punto llegaba mi inapetencia y mi negación a alimentarme en condiciones.
Nunca quería comer. Nunca tenía ganas. Mis padres estaban desesperados, consumidos por la preocupación y el miedo por mi salud, en medio de esta extraña situación, que no sabían cómo resolver.
Y he aquí que a mi padre se le ocurrió una curiosa idea, aprovechando la gran ilusión que yo sentía por la llegada de los Reyes Magos de Oriente. Un día cercano a la Navidad, me llamó y me hizo saber que por suerte disponía de un teléfono mágico para comunicarse con los famosos Magos, y así contarles las incidencias o vicisitudes que pudieran surgir por mi comportamiento. Por supuesto, el susodicho teléfono sólo podía ser usado por los adultos, sobre todo, los padres, que además eran los únicos a quienes se les permitía mantener conversaciones con los Reyes. Solamente ellos podían hablar y escuchar lo que se decía a través de ese aparato, y también ellos en exclusiva lo podían ver, pues para los niños era completamente invisible. La mágica línea funcionaba sólo para los padres o familiares adultos, pero le estaba vedada a los menores.
Yo me creí todo esto con la fe abierta e inquebrantable de la inocencia infantil, y cuando mi padre manipulaba el aparato invisible, haciendo girar el mágico dial con el dedo como si marcara el número celestial, y al final comenzaba la conversación con un: “¡Hola! ¡Buenos días tengan sus Majestades!”, yo me quedaba boquiabierta, embargada por la emoción y con los ojos medio saliéndose de sus órbitas. Él continuaba: “Soy el padre de Virginia, de 7 años de edad. Miren ustedes, estamos muy preocupados porque mi niña apenas come, y si sigue así no va a crecer, y además se va a poner muy malita. ¿Cómo? ¿Cómo dicen ustedes? ¿Qué si no se come todo el plato no le van a poner nada, ni tan siquiera carbón? … Vale, vale. Sí, sí, yo se lo digo”, y me lanzaba una mirada fija y potente, una mezcla entre amenaza y súplica. “¿Ves? Mira lo que dicen los Reyes, que si no te alimentas como Dios manda, no te van a traer ni un regalo. Así que ya sabes lo que tienes que hacer.” Yo asentía con una seriedad de témpano sobre mi rostro, con mi cuerpo temblando por los nervios, y algunas lágrimas que, al resbalar por mi cara azorada, bosquejaban un solemne rastro salado de promesa, hasta mojar mis labios. “¡Sí, sí, papá! Diles que lo voy a intentar, aunque no tenga ganas. Voy a dejar los platos limpios. ¡No quiero quedarme sin juguetes!”, balbuceaba yo, entre hipidos y sollozos. “¡Díselo, por favor, papá! ¡Lo prometo!”.
“¿Han oído eso, sus Majestades, Melchor, Gaspar, y Baltasar? La niña Virginia asegura que va a acabarse los platos que le pongan, y va a intentar comer de todo, así que no dejen de preparar los paquetes con sus regalos para este 6 de enero, ¿de acuerdo?… Vale, vale, sí, así lo hará. ¡Gracias, señores Magos!”, exclamaba mientras colgaba el asombroso auricular.
Y yo, ni que decir tiene, en la más absoluta convicción de que mi padre había contactado con los Magos de Oriente, procuraba poner todo mi empeño para cumplir la promesa, y recibir gracias a este esfuerzo la recompensa que la mágica Noche de Reyes tenía reservada para mí.
La tenue luz que aún se despereza en la calle húmeda de relente no basta para poder apagar los potentes faros del autobús, que siguen alumbrando la tibieza del amanecer, mientras el vehículo serpentea con energía en la joven mañana a través de su ruta, cruzando la ciudad que empieza a marcar el volumen de sus ruidos cotidianos, descorriendo cortinas, alzando barajas, vistiendo escaparates, o simplemente levantándose al albur del desayuno.
Los viajeros, todavía con cara de haberse peleado con el despertador, cubren sus tímidos bostezos, en un intento por enfrentarse al día con la fuerza suficiente para sacarlo adelante. Entre ellos, en la mitad del vehículo, se encuentra la joven Lucía, estudiante de 1º de Filología Hispánica, con sus recién estrenados 19 años, que, apretando los apuntes y los libros contra su regazo, lanza miradas furtivas al muchacho sentado justo al otro lado de su asiento. Ella sabe que se llama Pablo, y también ha averiguado que estudia 3er curso de Filología Románica, porque su madre es francesa, y ese hecho le ha impulsado a estudiar el mundo francófono. A través de unas amigas, a las que ha puesto a investigar para ayudarla en el desaforado empeño de su amor platónico, también sabe que no tiene novia…
Pablo, a pesar de ir enfrascado en el esquema de ese trabajo que debería haber terminado para su clase de 1ª hora con Don Abundio, a quien todos apodan “el Hueso”, no puede evitar que sus ojos permanezcan fijos sin querer en el hermoso rostro de la chica que va sentada en la zona delantera del autobús. La única información que tiene sobre ella es su nombre, Adela, porque un día alguien la saludó llamándola así, y él se quedó con el cante. También sabe que se baja después que él, aunque ignora en qué parada. Si no fuera por el miedo que le tiene a don Abundio, seguiría montado hasta ver dónde se apea Adela. Pero hoy no puede ser, pues se la puede jugar con “el Hueso”. Tendrá que darle un buen pretexto a don Abundio para justificar la tarea inconclusa.
Allá adelante, Adela se agita un poco nerviosa porque va con el tiempo justo al hospital donde trabaja como enfermera. Ha tenido que quedarse con su abuela, y le han surgido algunos percances, como cambiarla y lavarla hasta dos veces. Con todo ello, se ha visto obligada a correr sin más remedio. Desde luego, no le gusta salir de casa así, con esas prisas de buena mañana, pues le da la sensación de que el tiempo ya va acelerado incluso antes de dar el pistoletazo de salida. Eso es muy agotador. Sus pensamientos viajan al norte, a Noruega, desde donde ha recibido una tentadora oferta de trabajo, con alojamiento gratis garantizado, un sueldo 4 veces mayor que el de aquí, y un horario de ensueño, sin carga excesiva de guardias. Y lo más importante, allí le aseguran el reconocimiento respetuoso y agradecido que se merece su labor en el duro mundo sanitario. Pero, claro, está el asunto de su querida abuela…¿Cómo va a marcharse y dejarla sola?
Sentado en el asiento que salta intempestivamente sobre una de las ruedas traseras, está Carlos, un alegre muchacho de planta agradable y ademanes educados, que trabaja como comercial en unos grandes almacenes. Antes, sus ambiciones no iban más allá de ese sueldo mediocre que le permite costear sus salidas y sus diversiones, mientras continúa viviendo en casa de sus padres. Pero últimamente, eso ha cambiado. Desde que toma este autobús, se ha quedado prendado de esa dulce chica que siempre parece abrazar sus libros, y que suele sentarse en la parte media del autobús. Le encanta su aire de ensoñación y de ingenua intelectualidad. Sabe que se llama Lucía, porque lo vio escrito en una hoja de sus apuntes que una vez se le cayó al suelo, y que por supuesto, él se apresuró a recoger solícitamente, aunque ella no le hizo el menor caso. No entiende qué hay en el brillo de sus ojos, pero de repente, ha empezado a sentirse espoleado por la urgencia de prosperar, de avanzar, de crecer. Quiere volver a estudiar, compaginar sus estudios con el trabajo, sacar lo mejor de sí, para poder, algún día, presentarse ante ella, y decirle: “¡Hola! Me llamo Carlos. Todos los días vamos en el mismo autobús, el de las 7:15…”