CLAMOR HUNDIDO (Julio 2025)

CLAMOR HUNDIDO (30 Julio 2025)

Cuando hay manos malditas que en zarpazos

bruscos de odio retiran la harina

de los labios resecos de los niños

tras su clamor hundido de derrota,

es que el mundo se cae, desquiciado,

en abismos sin ojos e insondables.

Cuando hay balas que escupen su sentencia

sobre espaldas gastadas de cansancio

en el centro voraz de la vejez,

con la amargura negra en la memoria,

es que ajenas conciencias diluyeron

la vista extraviada en el desierto.

Cuando el agua se niega con las bombas

que irrumpen en la paz de los aljibes

a mujeres, a niños, a tullidos,

a enfermos con las cuencas desvaídas,

es que el arma infinita de la sed

masacra tenazmente hacia el vacío.

¿Qué está pasando?¿Acaso no aprendieron?

¿A qué viene esta burda imitación,

estos dobles espejos de la historia?

¿Es que el dolor pasado siente alivio

remedando los pasos de la muerte,

aplastando sin fin las mismas huellas?

No habrá futuro en este calco turbio.

No habrá un mañana sin romper la inercia.

AQUELLOS SUEÑOS DE VERANO (Julio 2025)

AQUELLOS SUEÑOS DE VERANO (Julio 2025) 

 En mi remota niñez, que aún lejana, permanece latiendo y a pleno color en mi memoria, el verano era la estación ansiada. Y eso que en las circunstancias de precariedad de mi familia, era imposible albergar ni el más sencillo de los planes de vacaciones para el estío, por lo que mis únicos objetivos en la abrasadora canícula se reducían a la posibilidad de ir algún día suelto a la piscina con mi vecina Ángeles y su preciosa niña de un añito, a quien yo cuidaba de vez en cuando, siempre con mucho cariño y esmero, y por puro gusto, sin cobrar, pues desde siempre me han encantado los niños chiquititos, y además reconozco que poseo una habilidad especial para comunicarme con ellos y para manejarlos con absoluta ternura. La piscina se encontraba como a una hora andando desde mi casa, pero para mí, a pesar de la caminata, era una de las mejores recompensas con las que podía soñar. Otra de las alegrías que me proporcionaba el verano eran los manguerazos de agua fresquita que nos lanzaban las vecinas de los pisos bajos en algunos bloques, entre risas, palmadas, y alegres chorros refrescantes sobre nuestros jovencísimos cuerpos embutidos en los bañadores del año anterior, que todavía servían, aunque ya se nos habían quedado un poco pequeños.

 Pero el gran sueño, la estrella de mi anhelo infantil, lo constituía la playa, ese mundo de agua revuelta que acariciaba la arena en las imágenes que había visto en la tele o en el cine, porque yo no había tenido la suerte, aún, de conocer el mar, y esas imágenes resultaban ser toda mi información sobre la realidad de la costa. Sabía que no era más que un deseo, prácticamente imposible de cumplir. Mas, sin embargo, la playa, las olas, la espuma, y todas las aventuras que mi imaginación era capaz de construir, se repetían como un delirio en las noches sudorosas de mi infancia, como un resorte de esperanza frente al calor insufrible, como una fuente de vivencias excitantes que mi pequeña ilusión de niña aspiraba alcanzar algún día.

 Y a pesar de las temperaturas asfixiantes, lo mejor de todo era que jugábamos, incluso con el calor achicharrando la piel como una intensa bocanada de fuego. Jugábamos a juegos que nosotros mismos, los niños, habíamos inventado, adaptándonos a la estructura y configuración del barrio, como el “pisa tierra”, donde el niño o niña que “se la quedaba” o “la llevaba” tenía que atrapar a los demás compañeros de juego, sin poder pisar la tierra, es decir, el albero que cubría la calle sin asfaltar, flanqueada por aceras de cemento basto. Aunque también nos apuntábamos a los típicos juegos de siempre, como el “escondite”,  la “gallinita ciega”, o el “un, dos, tres, pollito inglés”. Y el sueño estival más fácil de lograr consistía simplemente en poder quedarnos a jugar hasta tarde, con el frescor de la noche, mientras los padres, junto con otros adultos, charlaban en la calle con sus sillas bajo el alivio nocturno del termómetro. Sueños sencillos e irrepetibles, con el poderoso acicate del entusiasmo infinito de la niñez.