
DESDE EL SOFÁ
Desde el sofá,
el mullido refugio
donde la pertenencia se hace pluma,
observo el metal lento de la tarde,
lloviendo sin parar,
besando sutilmente la espadaña
de la Iglesia Mayor,
bosquejada al azar del horizonte,
envuelta en un dibujo indefinido,
mientras a la derecha,
tras el visillo tenue de la lluvia,
los árboles altivos
alzan su impenetrable majestad
por entre los tejados centenarios
de las viejas bodegas.
Y más allá, apenas delineada,
la torre del Castillo,
donde el Rey Sabio quiso descansar,
cambiando las batallas por los libros,
trocando las ballestas por la luz
y la concisa paz del oleaje,
tras conquistar El Puerto.
Y si giro la vista hacia la izquierda,
saludo al toro al frente de la plaza,
el coso que simula arte mudéjar
en sus arcos rojizos,
donde la arena guarda mil historias
de hombres y animales,
del libro antiguo de la tauromaquia.
Y simplemente pienso:
¡qué más puedo pedir, si esto es la gloria,
una lección de arte ante mis ojos,
en el calor de la mesa camilla
y el paisaje a mi alcance,
con la tranquilidad de estar a salvo
de la lluvia que cae!
Es la felicidad en una taza,
el ocaso meciéndose ahí afuera,
y yo desde el sofá,
mirando al frente,
llenándome del panorama inmenso:
línea estelar de pájaros y casas,
cielo abierto en canal para mí sola.









