
EL JOVEN GORRIONCILLO (19 JULIO 2021)
Mis agapornis, que ocupan una jaula enorme de dos compartimentos en mi balcón, se ponen a comer, como es típico en ese tipo de aves, moviendo la cabeza de un lado a otro mientras escarban en el comedero con fuerza, ya que ese es su modo de acceder a la comida, al carecer de manos u otros apéndices para agarrarla. En ese movimiento rápido y compulsivo dejan caer hacia los lados, y sobre todo fuera de la jaula, un estallido de alpiste, que queda desparramado en derredor igual que un curioso baño de confeti, como si la rabia del levante o algún niño travieso lo hubiese diseminado por el suelo, hasta alcanzar bastante distancia.
Ante tal despliegue de grano apetecible, los gorriones del barrio suelen acercarse a mi balcón, posándose aquí y allá y dando saltitos por toda la terraza, como “periquillo por su casa”, como invitados de urgencia que asisten a un ágape cuya ubicación llevan ya señalada en sus agendas biológicas.
Durante esta primavera han estado visitando las losas granuladas de alpiste una familia de cuatro gorriones, dos pollos y dos adultos (no sé si macho y hembra). Han venido regularmente, varias veces al día, con la casi exclusiva intención de alimentar a los pollos con los granos esparcidos por todo el balcón. Los polluelos reclaman su alimento mediante una especie de temblor con el que agitan su cuerpo, mientras abren los picos con insistencia.
Ya han crecido, y he comprobado que uno de los pollos, ya casi adulto, sigue viniendo con frecuencia en busca de ese alpiste fácil al que está acostumbrado. Sé que se trata de uno de las crías porque reconozco sus colores a causa de mi atenta observación durante los muchos meses que han continuado con sus visitas. Me suelo sentar en el sofá que está junto a la puerta de acceso al balcón, que es un lugar privilegiado para poder vigilar los movimientos de las aves.
Lo que me ha resultado más curioso es el comprobar cómo ese pollo entra en mi balcón con la alegre y desenfadada familiaridad de quien conoce el terreno. Casi no tiene miedo a mi presencia, e incluso, muchas veces, intenta entrar sin perder el ánimo en la jaula de los agapornis, que por supuesto, rechazan al intruso, haciéndole saber que ese es su territorio, y que no tiene derecho a colarse. Pero él se posa con toda tranquilidad en el techo a dos aguas de la pajarera, en los platos de adorno, en los tubos de goma del aire acondicionado que cruzan la parte alta de la pared hasta la unidad exterior del mismo, en la barandilla metálica …
¡¡Ojalá pierda el miedo del todo y sea capaz de quedarse a comer impasible aunque yo esté presente y lo suficientemente cerca para verlo!!
Cuanta ternura encuentro en este desparrame descriptivo que has hecho de tu huésped!
Los gorriones de hoy en día no son tan abantos como los de antaño, quizás porque antes siempre había un tirachinas al acecho.
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Cierto! Antes los cazaban, pobrecitos!
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