LAS MERIENDAS DE CARMELITA (Octubre 2023)

LAS MERIENDAS DE CARMELITA

 Las cosas no eran nada fáciles en mi barrio, un distrito de clase obrera situado en el extrarradio de la ciudad, donde imperaba la pobreza y la lucha constante con los escasos sueldos, cuyas exiguas cifras apenas permitían llegar a fin de mes. Entre sus habitantes había un gran número de trabajadores que mantenían la estabilidad de sus hogares con extenuantes jornadas laborales, que a veces alcanzaban las trece o catorce horas, como era el caso de mi padre. Pero también se encontraban otros padres de familia, de poca especialización en sus empleos y casi nula formación, que sucumbían ante la penuria económica, y se dejaban caer en el abismo del alcohol y el maltrato familiar como rutina de vida.

 Yo, que era aún una niña, no me daba mucha cuenta de lo gravemente dura que era esa situación, especialmente para los niños que la sufrían, aunque por instinto, sentía que aquellas circunstancias eran muy dolorosas y dignas de lástima, como ocurría en el caso de mi amiga Carmelita.

 Carmelita era una compañera del colegio, pero faltaba con demasiada frecuencia a las clases. Llevaba casi siempre la misma ropa raída y cuajada de lamparones, y su aspecto también ofrecía la misma apariencia de suciedad, con la cara sin lavar, donde asomaban restos de tizne de carbón, las manos, al igual que las uñas, ennegrecidas por la roña acumulada, y los pies desaseados como los de un zíngaro nómada. Pero lo más característico, lo que sigo recordando a día de hoy como si la tuviera delante, era su pelo, pajizo, enmarañado y tieso como si no lo hubieran peinado jamás.

 Carmelita venía a merendar a mi casa. Con delicadeza, mi madre le lavaba la cara y las manos antes de la merienda. Ella no protestaba ni se molestaba, al contrario, sentía que se le hacía caso, que nos preocupábamos por ella, y que se le daba un trato digno. Al principio, la vergüenza le impedía comer demasiado, tratando de esconder la urgencia del hambre, pero cuando adquirió cierta confianza, ya se fue atreviendo a coger de todo lo que se le ofrecía: chorizo, mortadela, chocolate, manteca “colorá”, etc., siempre con su generoso trozo de pan correspondiente. Incluso, al cabo del tiempo,  optó por decidirse a repetir. Los colores de tono carmesí que encendían sus cachetes y la mirada alegre que nos regalaba, nos daban cuenta de su enorme satisfacción y de su agradecida felicidad con la abundante, aunque humilde, merienda.

 A veces, yo iba a buscarla a su casa, pero no me quedaba demasiado allí. La impresión de descuido infinito inundaba toda la vivienda. Había porquería por todas partes: platos con restos añejos de comida, cortinas rotas y medio caídas, ropa sucia tirada por doquier, y sobre todo, botellas de vino y cerveza, tanto vacías como aún por acabar, desperdigadas por todas las estancias, incluyendo el suelo. Las botellas usadas dejaban un olor a fermento nauseabundo semejante al de las viejas tabernas.

También en ocasiones, Carmelita aparecía con algún moratón en la cara o en el ojo, y arañazos por todo el cuerpo. Yo no le preguntaba nada, suponía que tener que contar sus terribles avatares la harían sentir aún peor. Simplemente le hablaba como si nada, como si aquello no hubiera sucedido, como si ese no fuera su mundo porque se merecía uno mejor.

 A mi madre y a mí nos daba mucha pena, sobre todo cuando veíamos a su padre arrastrarla por los pelos como un pelele de trapo en medio de la calle, para dejarla después tirada en la acera, mientras se acercaba tambaleándose a su mujer, con quien se enzarzaba en una pelea plagada de violencia y gritos, justo en ese fragor de agresiva borrachera que los hacía estallar. En pleno tumulto, yo le chistaba a Carmelita y le hacía señales desde mi ventana para que subiera y se quitara de en medio, y ella subía corriendo a mi casa, como quien escapa hacia un refugio oculto.

 Me he preguntado muchas veces qué habrá sido de Carmelita. No era nada torpe, y albergaba una especie de veneración por la escuela, que para ella constituía la representación de una realidad bien distinta a la suya. Pero la angustiosa existencia a la que estaba sometida probablemente no le permitió salir de aquella atmósfera enrarecida por los vapores del alcohol y las palizas. No lo sé…Sólo puedo constatar que mientras merendaba y jugaba en mi casa, Carmelita tuvo, al menos durante un rato, algo parecido a una infancia feliz.

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