Me he sentado ante la blanca extensión del papel para escribirte, amor, simplemente una carta. Pero, a decir verdad, me abruma un cierto vacío, porque estas cosas, tan antiguas, tan cursis quizás, ya no se hacen. Ahora los lances del amor quedan ceñidos a dos o tres palabras sueltas, palabras multiuso, manidas de tanta repetición, como el tapizado de una silla ajada por el desgaste, como un sucio timbre mil veces pulsado en un descolorido y desvencijado caserón.
Los amoríos modernos y jóvenes tienen bastante con esos dos o tres términos insulsos, a los que acompañan de algún emoticono, que aun teniendo su gracia visual, inhibe de por sí la necesidad de un vocabulario más complejo o más osado, y da a los mensajes un cierto tono de jeroglífico egipcio.
Pero, si pudiera, si todavía se llevara esto de escribir cartas de amor, te diría que en aquellos momentos de angustia sin límite, el frío de la habitación estuvo resbalando por los muebles como una pesadilla recurrente, desde las sábanas a la colcha, de la mesilla a las cortinas, desde los espejos sin azogue a la madera en su silencio persistente, desde los tenues hilos de luz hasta la oscuridad porfiada del suelo.
Te diría que el pesado eco que choca contra las paredes, ya no sabe recordar. Te diría que en esta reencarnación de libertad desnuda, tan lejos de las vidas anteriores, las cosas son tan brillantes que puedo verlas antes de que aparezcan, a través de una preclara lucidez que alumbra milagrosamente mi capacidad de pensar. Te diría que mi nombre de antes ha cambiado, la identificación pasada de mi ser, la que nombra una de mis existencias de antaño, se ha caído, como las hojas de los calendarios, y que ya, a estas alturas, escribir una carta de amor de remite borroso y destino perdido, es casi absurdo.
Y sin embargo, a pesar de todo, aún así, esto, como decía Serrat, “es una carta de amor / que se lleva el viento pintado en mi voz, / a ninguna parte, / a ningún buzón.”
En la cúspide de aquel verano, que apretaba indolente a los sufridos vecinos del barrio durante todo el día con su pesada flama, (como siempre en nuestra tierra sureña), estos pobres habitantes del infierno, con los cuerpos ya agotados por el calor, intentaban apañárselas para llegar sanos y salvos a la tregua nocturna de la temperatura. Muchas sillas bailaban raudas escaleras abajo, hacia la calle, donde servían de asiento a aquellos que buscaban el frescor que dispersaba por todas partes el alivio de la oscuridad, bajo las limpias estrellas del estío. Las charlas incesantes subían su eco vaporoso hasta la luna, y los niños jugábamos en la calle disfrutando de la ligera brisa, sin restricciones en las horas.
Mis amigas y yo soñábamos con ir solas alguna de esas noches al cine de verano que se hallaba al otro lado del puente, en las estribaciones del vecindario. Había que cruzar no solo el puente sino también la carretera, siempre atestada de tráfico, que separaba el amplio local del cine de los límites de las casas, como una gran serpiente al acecho; pero nosotras sabíamos ya atravesar los obstáculos, puente y carretera, con sumo cuidado, a pesar de nuestros escasos nueve años, ocho en el caso de Carmelita.
Las cuatro, Luisa, Carmen, Carmelita y yo, anhelábamos poder hacer realidad nuestro deseo, ya que a las cuatro nos gustaba mucho el cine. Pero ese no era el único motivo. Además de la tendencia a vivir aventuras a través de la pantalla, nos atraía sobremanera la posibilidad de ir las cuatro solas, como si fuéramos adultas, a disfrutar de las películas. Y para rematar el sueño, el recinto donde se ubicaba el cine se encontraba cerca de un caño de agua, y rodeado de plantas aromáticas, por lo que a la emoción de la experiencia había que añadir la agradable frescura del ambiente que se respiraba en el lugar, perfumado de jazmines, damas de noche, y otros arbustos que se mezclaban en la sinfonía de olores.
Todas sabíamos que teníamos que ahorrar de nuestra exigua paga, supuestamente semanal, de una o dos pesetas. Pero se presentaban varios problemas: para empezar, la paga no se recibía de manera regular, sino con la intermitencia que el presupuesto familiar permitía, cada diez o doce días, o una sola vez al mes, si acaso. En segundo lugar, la cantidad era tan pequeña que necesitaríamos varios meses para alcanzar las doce pesetas que costaba la entrada para los asientos de “general”, más barata que la entrada para la zona de “preferencia”. Y por último, estaba el tremendo asunto de la pobre Carmelita, que no recibía ni paga, ni atención, ni comida a sus horas, ni ninguno de los cuidados preceptivos para con una niña de ocho años, pues sus padres, la mayor parte de las veces, se encontraban sumidos en la inconsciencia y la despreocupación con las que el alcohol les embotaba el alma y el cuerpo. A ella ni siquiera se le hubiera ocurrido sacar el tema del dinero para el cine, a sabiendas de que la sola mención de algo así podía suponerle una paliza de espanto. <<¡Uff! ¡Dinero para el cine! Ni soñarlo>> Recibía golpes de todos los colores sin siquiera una razón, siempre vapuleada como un guiñapo, únicamente por la simple arbitrariedad de la ojeriza que las borracheras plantaban en el podrido ánimo de sus padres. ¿Qué podrían hacerle teniendo un “motivo”, como la osadía de pedir dinero para un capricho, como, por ejemplo, el antojo del cine?
Así que éramos conscientes de que el precio para la entrada de Carmelita lo tendríamos que reunir entre las demás, porque si no, sería imposible que pudiera disfrutar de la película con nosotras. Y sabíamos también que para ella estas escapadas en compañía de las amigas, fuera de la amargura de su casa, le devolvían la esperanza y la fe en el mundo, y le regalaban ese rato de felicidad que la salvaba de la desesperación total, a pesar de que no tenía más remedio que volver a la tortura diaria de su vida familiar. Sus alegres vivencias con nosotras eran sus vacunas contra la derrota del ánimo.
Estaba claro que se hacía necesario acudir a nuestras familias con la mejor cara de niña buena que pudiéramos aparentar, para así engatusar a mamá o a papá y conseguir que nos proporcionaran, cualquiera de los dos, la suma precisa para realizar nuestro deseo.
Yo, como era la más pequeña en casa, y el ojito derecho de mi padre, me acerqué a él con toda mi inocente sutileza para proponerle que me financiara la susodicha entrada del cine. La verdad es que no tuve que hacer mucho esfuerzo, pues mi padre acababa de cobrar, y le pareció una buena idea que yo comenzara a desplegar las alas con mis amigas, sobre todo para ir a empaparme del séptimo arte. Mi padre siempre fomentó mis incursiones a la cultura, ya fuese con libros, películas, música, arte en general, o sencillamente con los estudios, a pesar de nuestro entorno humilde, o quizás por eso mismo. Pero, como no tenía suelto, me dio una moneda de diez duros, (cincuenta pesetas), con la firme advertencia de que debía darle la vuelta del dinero una vez realizado el gasto.
Cuando por fin todas contábamos con el dinero suficiente, incluso para la entrada de Carmelita, nos dispusimos a llevar a cabo nuestra anhelada excursión al cine de verano, sin importarnos mucho ni siquiera cuál pudiera ser la película, y sin haber visto la cartelera. Después de cruzar con mucho cuidado la carretera y el puente, llegamos a la taquilla, donde adquirimos los billetes. ¡Qué ilusión!
La película en cuestión era de espías, una de James Bond, “Operación Trueno”. Nos sentamos en las sillas con agitación un tanto desmedida, pero sin mostrar excesivas señales externas de tal revuelo emocional. No nos pusimos ni a gritar, ni a molestar a los demás espectadores, ni a movernos inquietas por las sillas, evitando así el crear, sin desearlo, un estallido de enojo en el público circundante. Nada de eso. Llevábamos los nervios por dentro, con la misma expectación y las mismas ganas que si fuera la primera vez que asistíamos a una velada de cine, lo cual no estaba muy lejos de la realidad, pues nunca antes habíamos podido gozar de una película las cuatro juntas. En unos instantes, nada más empezar el film, nos anegó el gigantesco despliegue de color de la pantalla, envuelto, como si de un humo blanco y esponjoso se tratara, en los acordes de la espléndida canción que ilustraba la banda sonora. Y una vez sumergidas en el suspense de la trama, reaccionábamos a cada detalle de la historia como si nos encontráramos en mitad de la acción, saltando, mordiéndonos las uñas, y lanzando pequeños grititos de angustia contenida, con suaves pellizcos y agarrones de brazos entre unas y otras, y si bien no entendíamos del todo los innumerables giros de guión y el enrevesado carácter del argumento, nos acabó pareciendo lo bastante entretenida como para cumplir las expectativas del principio.
Pero lo mejor de todo, aparte de la película en sí, o como colofón de la resolución final de la historia, fue que yo, al ver que contaba con muchas pesetillas, (la vuelta de las cincuenta pesetas), sentí el impulso de comprar, como hacían los adultos, una botella de Coca-Cola en el ambigú del cine. Una para las cuatro, pues el famoso refresco costaba muy caro, ¡30 pesetas!, y los diez duros no daban para más. Eso sí, la botella de entonces era algo más grande que las actuales. ¡Qué maravillosa sensación compartir esa Coca-Cola con mis amigas con la espléndida voz de Tom Jones inundando el ambiente junto con los perfumes de las variadas flores que rodeaban el cine! Esos frescos y contados buches que bebimos del burbujeante líquido nos parecieron la mejor sensación del planeta… Si alguien hubiese podido captar el placer y el alegre gusto que destilaban nuestros rostros en ese encendido ritual de camaradería alrededor de la fría botella, el espléndido y sincero material habría servido para montar el más convincente de los anuncios que la compañía Coca-Cola pudiera imaginar. Jamás olvidaré aquella experiencia.
Cuando regresé a casa, mi padre me estaba esperando. Me saludó y, casi inmediatamente, me pidió que le diera el dinero de vuelta. Sin embargo, solo pude entregarle cuatro míseras pesetas. Intenté explicarle con toda la labia de la que fui capaz que había comprado un refresco para mí y también para mis amigas, uno para las cuatro, y que lo habíamos pasado mejor que nunca gracias a esa ocurrente circunstancia. Pero mi padre se puso hecho una furia, porque en mi casa el dinero no sobraba, sino que por el contrario, faltaba la mayoría de las veces, y cualquier imprevisto, por pequeño que pareciese, hacía temblar las cuentas familiares. Me gritaba nervioso, como un energúmeno, hasta que llegó mi madre con el firme propósito de suavizar el tema, tratando de excusar mi error con el hecho de que yo nunca recibía ningún caprichito, y que ya tenía edad para disfrutar de vez en cuando de algún pequeño detalle para mi asueto y mi formación como persona. Mi padre, que me amaba con ternura, al igual que a mi madre, fue bajando la temperatura de su enfado, y finalmente asintió ante las explicaciones, dando la razón a mi madre y el asunto por zanjado en un alarde de generosidad. Entonces, como por encanto, en un segundo, me miró como quien mira a una niña que acababa de dar un pequeño e inesperado estirón, como si pareciera un poquito mayor que el día anterior, antes de salir con las amigas a aquella memorable sesión de cine.
De niña, yo era un desastre a la hora de comer. Comía menos que un gorrión, con minúsculas porciones, y de muy limitada variedad, pues no me gustaba casi nada y me negaba a probar alimentos o platos nuevos. En general, la ingesta era tan escasa que, incluso, en una ocasión, había derivado en una peligrosa enfermedad llamada cetoacidosis, comúnmente conocida como “acetona”, que se da en casos de anemia persistente por inanición. Hasta ese punto llegaba mi inapetencia.
Nunca quería comer. Nunca tenía ganas. Mis padres estaban desesperados, consumidos por la preocupación y el miedo por mi salud, en medio de esta extraña situación, que no sabían cómo resolver.
Y he aquí que a mi padre se le ocurrió una curiosa idea, aprovechando la gran ilusión que yo sentía por la llegada de los Reyes Magos de Oriente. Un día cercano a la Navidad, me llamó y me hizo saber que por suerte disponía de un teléfono mágico para comunicarse con los famosos Magos, y así contarles las incidencias o vicisitudes que pudieran surgir por mi comportamiento. Por supuesto, el susodicho teléfono sólo podía ser usado por los adultos, sobre todo, los padres, que además eran los únicos a quienes se les permitía mantener conversaciones con los Reyes. Solamente ellos podían hablar y escuchar lo que se decía a través de ese aparato, y también ellos en exclusiva lo podían ver, pues para los niños era completamente invisible. La mágica línea funcionaba sólo para los padres o familiares adultos, pero le estaba vedada a los menores.
Yo me creí todo esto con la fe abierta e inquebrantable de la inocencia infantil, y cuando mi padre manipulaba el aparato invisible, haciendo girar el mágico dial con el dedo como si marcara el número celestial, y al final comenzaba la conversación con un: “¡Hola! ¡Buenos días tengan sus Majestades!”, yo me quedaba boquiabierta, embargada por la emoción y con los ojos medio saliéndose de sus órbitas. Él continuaba: “Soy el padre de Virginia, de 7 años de edad. Miren ustedes, estamos muy preocupados porque mi niña apenas come, y si sigue así no va a crecer, y además se va a poner muy malita. ¿Cómo? ¿Cómo dicen ustedes? ¿Qué si no se come todo el plato no le van a poner nada, ni tan siquiera carbón? … Vale, vale. Sí, sí, yo se lo digo”, y me lanzaba una mirada fija y potente, una mezcla entre amenaza y súplica. “¿Ves? Mira lo que dicen los Reyes, que si no te alimentas como Dios manda, no te van a traer ni un regalo. Así que ya sabes lo que tienes que hacer.” Yo asentía con una seriedad de témpano sobre mi rostro, con mi cuerpo temblando por los nervios, y algunas lágrimas que, al resbalar por mi cara azorada, bosquejaban un solemne rastro salado de promesa, hasta mojar mis labios. “¡Sí, sí, papá! Diles que lo voy a intentar, aunque no tenga ganas. Voy a dejar los platos limpios. ¡No quiero quedarme sin juguetes!”, balbuceaba yo, entre hipidos y sollozos. “¡Díselo, por favor, papá! ¡Lo prometo!”.
“¿Han oído eso, sus Majestades, Melchor, Gaspar, y Baltasar? La niña Virginia asegura que va a acabarse los platos que le pongan, y va a intentar comer de todo, así que no dejen de preparar los paquetes con sus regalos para este 6 de enero, ¿de acuerdo?… Vale, vale, sí, así lo hará. ¡Gracias, señores Magos!”, exclamaba mientras colgaba el asombroso auricular.
Y yo, ni que decir tiene, en la más absoluta convicción de que mi padre había contactado con los Magos de Oriente, procuraba poner todo mi empeño para cumplir la promesa, y recibir gracias a este esfuerzo la recompensa que la mágica Noche de Reyes tenía reservada para mí.
El día amaneció con barrigas de plomo rozando el paisaje. El panorama, ya cercano al otoño, se enfundaba en gris para el primer fin de semana de septiembre. Este se iba a prolongar por la suma del día festivo local, y por ello se iba a convertir en un apetecible puente, un periodo de ocio como de vacaciones extendidas, muy apropiado para una “escapadita”. Las preñadas nubes hacían guiños de oscura gravidez mientras cargábamos las cosas para emprender el viaje hacia el camping de la sierra en el que nos íbamos a instalar unos días, como despedida del verano, y también como celebración de pequeña bienvenida para tu regreso. Volvías de una primera campaña en el mar, con la experiencia de la vida marinera agitándose aún, casi por digerir todavía. Aquellos meses en el apretado aislamiento de la nave, con su ausencia de tierra firme, y su particular encierro todo horizonte, supuso un antes y un después para la rutina de nuestra anterior existencia, sobre todo para ti, que te enfrentaste por primera vez al peso de los monólogos a merced del viento salado, los límites marcados por el hierro del casco, y la constante falta de sueño que los horarios de a bordo urdían en el permanente cansancio de la tripulación.
Por eso te hacía tanta falta sacudirte el salitre y la espuma yodada, por eso necesitabas el descanso quieto y sin vaivenes de la tierra contundentemente sólida, y también por eso deseabas con tanto ahínco esos días de campo y monte, ajenos al mar, con el hábito justo del silencio, y la jubilosa garantía de no tener que hacer nada más que recorrer los impávidos senderos que, con su travieso fluir, discurrían por las densas arboledas y bordeaban los tupidos precipicios.
Para mí era como entrar en el mundo casi desconocido de la naturaleza, una circunstancia íntima con un mágico trasfondo rural que apenas si conocía, y que solo recordaba, muy vagamente, en los ya perdidos y lejanos tiempos de la adolescencia, cuando en un par de ocasiones me había aventurado con mi grupo de amigas a pasar unos días en unos campings cercanos a la playa, y de los cuales, el segundo significó con mucho el entorno más salvaje en el que me había encontrado jamás.
El trayecto fue sereno y dulce, dejando crepitar un discreto entusiasmo agazapado entre las tripas mientras atravesábamos un escenario de árboles y floresta. La vegetación, suavemente agitada por el viento, presagiaba la inminente venida de la lluvia. A pesar de ello, un tenue brillo de alegría asomaba en los ojos al compás de la música de las casetes, que llenaba el espacio del vehículo con las canciones de “El Último de la Fila”:
<<Cruzó el pasado en el camino,
y lo miraba y no podía llorar.
Entre el crepúsculo y el alba,
no hizo otra cosa que dejarse llevar.
Y refulgiendo cual luciérnagas,
caminando sin prisas sobre el tiempo,
huyen de un mundo material,
son espíritus barridos por el viento…>>
Por dentro, yo rogaba que no lloviese porque el mal tiempo significaba una inesperada descarga de agua que nos podría arruinar la estancia, y sobre todo, nuestros planes de subir y bajar por los peñascos y los ondulantes senderos del agreste paisaje. Pero la amenaza era clara y real, y antes de alcanzar nuestro destino, las gotas ya rociaban el parabrisas sin piedad y sin mucha intención de marcharse.
Curiosamente, justo al llegar por fin, cuando descargamos los bártulos y empezamos a montar la tienda, (o mejor dicho empezaste, pues mi ignorancia en estos temas me impedía echar una mano en el ensamblaje, más allá de acercarte piquetas, cuerdas, y herramientas), el cielo nos obsequió con una escampada, un pequeño respiro entre chubasco y chubasco, suficiente para dejar la tienda y los enseres bien colocados y a punto para darnos cobijo.
No había prácticamente nadie más en los alrededores. La sensación del campo extenso, solitario, húmedamente genuino, me dejó extasiada en mi torpe condición de urbanita que apenas había entrado en contacto con la naturaleza más que alguna hora suelta, nunca durante un espacio de tiempo suficiente, y nunca en la vivencia de “alojamiento permanente”, de día y, sobre todo, de noche, con la excepción de aquellos días lejanos de la playa con mis compañeras del instituto. Pero ese entorno nada tenía que ver con este: la arena infinita, intacta y dorada, y la melodía rítmica del mar, con el horizonte dividido entre el azul y el amarillo, sin más vegetación que los juncos bajos, unas cuantas salicornias diseminadas, y algún que otro arbusto, no se parecía en nada a este panorama de alcornoques, quejigos, robles, e incluso algún castaño despistado, rodeados de diversos arbustos altos y otras plantas, así como también decenas de eucaliptus plantados por el ser humano, (los cuales, a pesar de no ser autóctonos de la zona, sino de la distante Australia, están tan insertados en nuestros paisajes que ya se perciben como “de aquí”).
El salvaje escenario me sumergió en un mundo de distintas sensaciones, entre aromas y frescas corrientes de aire, y sobre todo, la magnífica impresión de una flagrante soledad donde vivir las horas de manera muy distinta.
Nos preparamos algo sencillo para comer, sin utilizar el hornillo de gas que habíamos traido, algo rápido que nos permitiera disfrutar de un paseo antes de que arreciara la lluvia, que por el momento había aparecido de nuevo, aunque solo como una leve llovizna.
Tras el liviano almuerzo, y puesto que nuevamente había escampado, y esta vez con la alegre aparición de un vívido y reconfortante claro azul en el cielo, nos dispusimos a dar paso a esa caminata abrupta y silvestre que habíamos convertido en el plan principal de la excursión.
Yo tenía un poco de miedo, no solo de las andanzas por los senderos desconocidos, sino sobre todo de la respuesta que iba a dar mi cuerpo ante este desafío, a pesar de que entonces contaba tan solo treinta y nueve años. Mi falta casi total de costumbre en los hábitos deportivos, y algunos problemas en los pies, que me causaban mucho dolor al andar con casi cualquier calzado, me hacían dudar de mí misma y de mis capacidades para asumir la práctica del senderismo. Yo no quería por nada del mundo fracasar en el intento, quedando ante ti como una mujer de cierta edad, que ya no podía llevar a cabo las actividades propias de los cuerpos jóvenes. Ni por todo el oro deseaba decepcionar tu ilusión; muy por el contrario, mi mayor afán era sacar de mis fuerzas y mi ser justo lo mejor, lo más valiente, lo más arriesgado, y el más meritorio espíritu aventurero que pudiera encontrarse en mi interior, para poder cumplir tus expectativas y no parecer en ningún momento una “vieja”, incapaz de seguirte el ritmo.
Comenzamos la andadura en esa misma sobremesa, con el objetivo de aprovechar el guiño de tregua que nos lanzaba el clima y también con la intención de concluir el paseo antes de que empezara a oscurecer, pues ninguno pensaba que ese riesgo absurdo pudiera reportarnos nada productivo. A mí, como novata en estos trances, todo me parecía un hallazgo nuevo y fructífero, y el más mínimo detalle me llenaba de satisfacción: el perfume de las hojas al viento, el frondoso verde que nos rodeaba, las retorcidas siluetas de madera que los troncos formaban a los lados del pequeño carril que hacía las veces de camino, los distintos trinos de numerosas especies de pájaros … Primero, tuvimos que subir sendero arriba, lo que me supuso un colosal esfuerzo, especialmente después de comer, y tras las tareas que habíamos tenido que realizar para dejar el campamento listo. El cansancio acumulado junto con mi deficiente uso de la respiración para este inédito ejercicio me produjeron una falta de resuello en el ascenso, que se vio finalmente recompensada por las magníficas vistas desde el escueto rellano que alcanzamos al llegar al punto más alto de esa parte del camino. Desde allá arriba se podía contemplar la espléndida arboleda que cuajaba las laderas en casi todo su perímetro, excepto algunas zonas del precipicio que presentaban un seco amarillo de arenisca salpicado de arbustos y espinos.Tanto el verdor tupido como el despeñadero dorado descendían en brusca caída hacia el bello lago que se extendía al fondo de la hondonada. Mi sensación fue de absoluto asombro ante la hermosa escena que se desplegaba para mi sorprendida mirada de neófita. Al mismo tiempo, me iba invadiendo un agradable cosquilleo de satisfecha autoestima por los pequeños logros conseguidos.
Fuimos recorriendo la senda entre ascensos, descensos, y falsos llanos, con el abismo a un lado y la escarpada pared al otro, inmersos en la silenciosa solemnidad del campo, y poco a poco la limitada anchura del pasillo iba perdiendo holgura, hasta que en un punto del camino, este se convirtió en una minúscula franja donde apenas cabían los pies, sin poder desviar las pisadas ni un centímetro hacia afuera, porque la extremadamente estrecha dimensión del paso nos habría hecho caer inexorablemente hacia el vacío. Me paré en seco, como esas caballerías que frenan ante el peligro que intuyen, pues no sabía si yo , con mi inexperiencia y mi miedo galopante latiendo desbocado por mi sistema sanguíneo, sería capaz de pasar con éxito por tan angosto saliente. No había sitio suficiente para plantar los dos pies con total certeza, ni tampoco la pared (que para colmo salía hacia fuera como engullendo el poco espacio que quedaba) contaba con asideros de ningún tipo, más que un poco fiable arbusto espinoso que podría desgarrar mis manos, sin darme a cambio la seguridad que precisaba. Tú me esperabas casi al otro lado, ofreciendo tu mano, pero para alcanzarla debía recorrer una pequeña distancia yo sola, pues no había sitio para los dos en ese punto. Mi corazón trotaba desesperado ante esa situación que para mí, con mi pobre torpeza física, era claramente de vida o muerte. Y entonces, tuve que elegir entre el peligro evidente de mi integridad personal o aceptar la severa puntuación que tú me ibas a conceder en este examen obligatorio, donde yo debía demostrar mi valor y mi adaptación a tus exigencias en las acciones de la vida. Deshacer al camino andado no era una opción si quería obtener tu aprobación. No podía rechazar el peligroso reto, que por otra parte, para mí misma también significaba la verificación de mi valía ante mi propio juicio, un duro experimento con el que extraer las habilidades que permanecían dormidas en el fondo de mi ser tan acomodado a la rutina fácil.
Así que, intentando controlar mi agitada respiración, y tomando aire como si me fuera a zambullir en el océano, coloqué con todo el cuidado que mis nervios me permitían un pie delante del otro, literalmente, porque esa era la escasa dimensión de seguridad disponible. Logré ir avanzando varios pasos con el mismo sistema, sin osar desviar la mirada hacia otra cosa que no fuera la sucinta línea del terreno, despacio, pero no con demasiada lentitud, porque esta, en exceso, me haría temblar más de lo prudente, y eso conllevaría el despeño por la empinada ladera. Cuando, por fin, al cabo de unos minutos (la eternidad para mí) atravesé el endemoniado tramo y pude agarrar tu mano hacia el final del mismo, el alivio anegó cada parte de mi interior. Sentí que había cruzado el Cabo de Hornos en plena tormenta, o los muros gaseosos de la estratosfera, o que había coronado el Everest.
De pronto, el paisaje se volvió sumamente hermoso, mucho más que antes, cada pequeño pormenor, cada pieza de la escena, cobró un sentido de espectáculo extasiante. Me llegó a los labios el intenso sabor de la vida, tras lo cual exhalé un suspiro largo y afrutado en el que mi aliento echó a volar, como un alma recién liberada.
Desde ese momento, me convertí en otra persona. Nadie podía verlo, pero esa era la realidad. Otra persona. Con menos miedo, más confianza, y tan orgullosa de mí misma que llevaba henchido el ánimo, hasta que un profundo halo rojizo subió a mi rostro.
Había superado la prueba que tú me habías impuesto, queriendo o sin querer, y aunque en cierto modo te culpaba por haberme colocado en semejante tesitura, por otro lado, debía agradecerte el haberme empujado a salir de algunos de mis miedos para crecer mejor como persona, para atreverme a cosas impensables en otros momentos de mi vida anterior.
Esa noche disfruté como nunca de la cena campestre que preparamos en el hornillo, con esos platos y utensilios que me recordaban las películas del oeste de mi infancia, cuando los vaqueros hacen noche en medio de la naturaleza alrededor de una fogata, y comparten los alimentos junto al fuego, sumidos en la oscuridad del bosque. Más tarde, de madrugada, la lluvia de nuevo hizo acto de presencia, y debo decir que aquella noche me sentí más cerca de la tierra de lo que jamás lo había estado, aspirando el olor a naturaleza mojada mientras absorbía desde el fondo de mi ser el conjunto sensorial de la tormenta: barro, hierba, hojas, viento, relámpagos, todo un concierto de aromas, luces, y sonidos tan verdaderos, tan palpables, como la rotundidad de la existencia, y todo ello a causa de mi nueva perspectiva, adquirida en aquella corta peripecia junto al abrupto despeñadero, cuando me invadió el temor a la posibilidad de una caída mortal, y cuando al final hice gala de una imprevista determinación para coronar mi periplo con éxito. Jamás había sentido un lazo de unión tan vinculado a la naturaleza y sus fenómenos. Escuché la lluvia al caer, el viento ululando entre la fronda, y el retumbar de los truenos en la callada tiniebla como nunca. Como nunca antes. Nada como antes.
La misma plenitud me hizo descubrir la luz del amanecer y tomar el desayuno como si fuera el primero, con ese contento vital que todo lo alumbraba. Igualmente, ese mismo espíritu me empujó con su fuerza de arrebato flamante durante el resto de los días, acometiendo situaciones de peligro de intensidad similar a lo vivido en el precipicio, pero con diferente predisposición a la hora de resolver la circunstancia.
Aquella simple escapada me dio la oportunidad de convertirme en alguien más resistente, de carácter más firme y sólido. Y desde entonces, fui cultivando mi condición más salvaje, la más arraigada a lo natural y agreste, y fue creciendo mi amor por las actividades al aire libre, en los senderos profundos del campo.