LA MESA BONITA Y ESPECIAL (Junio 2025)

La mesa bonita y especial.

El colosal gigante del mar en el que navegábamos para gozar del fascinante relieve de la costa noruega, había arribado a puerto por la mañana temprano, como una ciudad ajena al mundo exterior, poblada por miles de turistas curiosos.

Mis compañeros de grupo habían planeado una visita a la ciudad de Bergen, punto de atraque de la mole flotante en la que viajábamos, pero yo había estado sufriendo unas molestias estomacales, que me habían urgido camino del baño al menos 6 veces, por lo que no me atreví a salir del barco. Por el contrario, me quedé en el camarote esperando a ver la evolución de mi desorden digestivo.

Cuando llegó la hora del almuerzo, (temprano, pues teníamos prevista una excursión), me decidí a comer, puesto que en unas dos horas mi estómago no había dado señales de alarma. Por supuesto, mi intención era ser muy prudente con los alimentos, para no tentar a la suerte.

Bajé al restaurante situado en la tercera planta (cubierta 3), donde te sirven en la mesa. Tras entrar,  observé que no había mucha gente, lo cual me animó a solicitar al camarero guía, de origen asiático, a que me condujera a una mesa “bonita”, de las que nunca hay cuando el restaurante está atestado de público. El camarero, con una sonrisa picarona que no acabé de entender, me contestó: “Yo la voy a llevar a una mesa bonita y especial. Sígame, por favor”. Tras un pequeño recorrido por entre las mesas dispuestas, me susurró con los ojillos brillantes y alborozados: “Aquí tiene su mesa, señora. ¡Muy romántica!”. Yo, más bien absorta pensando: “¿Eh, de qué va esto?”, no me había percatado de nada, pero al final, recalé en la realidad circundante, y vi cómo me ofrecía un asiento en una mesa para dos, con un señor bastante mayor, y completamente desconocido para mí.

Se me cayeron, digamos, al menos tres cuartas partes de los palos del sombrajo, pero no quise hacer el feo a nadie, apeché con el tema, y me senté allí, con bastante desgana. Sin embargo,  lo peor vino después. El señor mayor no hablaba nada de español, ni de inglés, ni de italiano. Yo creo que simplemente no hablaba. Para colmo, le faltaban un par de dientes, lo cual le daba un aspecto de anciano perdido no sé dónde. Yo, que heredé de mi madre un carácter muy abierto, y que siempre he tenido una tendencia cosmopolita, intenté entablar algún tipo de conversación, aunque solo fuera por cortesía, y por mitigar la incomodidad de la situación.

Con la pericia de un interrogador del FBI, logré sacarle que era alemán, pero esa fue toda la información, por más que yo intentaba rellenar los huecos, aunque fuese con gestos, la mímica o las manos. Pero no hubo manera.

Yo ya no sabía para dónde mirar, ni dónde posar las manos.

Otro camarero que vino a tomar nota, creyó que éramos pareja, aunque yo me apresuré a explicarle que no, que me habían colocado ahí sin saber la razón, pues había mesas de sobra. Este camarero, italiano, se echó a reír a carcajadas, y medio llorando de la risa, me aconsejó que comiese como si no hubiera nadie.

Y eso hice. Empecé a comer como si el alemán fuera un cuadro de adorno, desviando los ojos, y mirando el móvil de vez en cuando.

Terminé el almuerzo con más rapidez que el correcaminos, no solo por lo insólito de la circunstancia, sino porque quería escribir el esbozo de esta pequeña y divertida anécdota, que siempre recordaré como mi “aventura amorosa a ciegas más original”

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