SUCINTO (MUY SUCINTO) ENSAYO SOBRE LA POESÍA (11 de diciembre de 2022)
Desde que tengo memoria, desde esos efímeros destellos que muestran mis recuerdos de niñez, he sentido una fervorosa tendencia a la poesía. Ya con unos seis o siete años, no sabría decir con exactitud, la insistente llamada de las palabras me llevaba a coger lápiz y papel para escribir pequeños intentos poéticos, muy torpes, indecisos, y hasta graciosos, como los primeros pasos de un bebé: “Yo quiero ser marinero // para conocer la mar, // y de verdad que yo quiero // en un barco navegar.”, a la vez que me tentaba la lectura de aquellos poemas populares y al alcance de la mano que ilustraban la Enciclopedia Álvarez y otros libros de texto de la época, como La Higuera, de Juana de Ibarborou, que me entró directa por el alma, o la conocidísima Canción del Pirata, de Espronceda, cuyo ritmo me parecía idóneo justo para lo que decía su título, ritmo de canción, lo cual hacía que yo bailase al recitarlo. Asimismo, en mi casa siempre se escuchaba la radio (eran los tiempos de la radio como reina exclusiva de la información en el hogar, allá por 1962, 1963, 1964 …); y además se cantaba, se cantaba mucho, y bien. Mi madre poseía una voz potente y a la vez dulce, de tersura inigualable, marcada por un timbre tan hermoso como preciso en su ejecución de las melodías. Cantaba cualquier cosa con idéntica maestría, tanto los éxitos del momento, (pues ella siempre fue muy moderna en sus gustos musicales), como las coplas de fuerte raigambre popular, e incluso el flamenco, que llevaba en la sangre por su ascendencia gitana. Mi padre también cantaba, con una amplia tesitura y una voz de tenor que se ajustaba a los fragmentos de ópera y zarzuela que tanto le gustaba entonar, y que su formación de músico le permitía conocer. Era flautista en una famosa banda de Sevilla, y si bien era imposible en aquellos tiempos vivir solamente del arte musical, esta actividad le proporcionaba unos bienvenidos ingresos extra que servían para mantener a flote la precaria economía familiar. Mi padre también cantaba algo de flamenco y alguna que otra copla, como La Falsa Monea, el tema que quizás más me marcó y más influencia tuvo en mi vocación por la poesía, pues su letra de lirismo perturbador desgarraba todo mi sistema emocional al escucharla, incluso a pesar de no entender muy bien el significado, porque hemos de tener en cuenta que mi padre me había cantado estas canciones desde que yo era sólo un bebé, desde recién nacida, como método recurrente para hacerme dormir, lo mismo que he hecho yo con mis hijos y mis nietos, a quienes he cantado con la misma finalidad, e igualmente, desde el primer momento de vida. No puedo escuchar sin estremecerme (ni sin llorar) esos versos que dicen “y pa no mirarla // se clavó las uñas // se clavó las uñas // en el corazón.” Simplemente al escribirlo aquí me tiembla hasta el alma.
Todo ese bagaje poético estaba contribuyendo a construir la visión personal que he tenido de la poesía durante toda mi vida, con más o menos variaciones: un lenguaje conciso y apretado (un poema tiene un espacio limitado, no la opción de una extensión enorme como la novela, por ejemplo), en el que dejar la piel, con toda la honestidad del sentimiento, pero estructurado por la base formal que convierte a la poesía en lo que es, fundamentalmente el ritmo, que va íntimamente ligado a la métrica. Mis poemas siempre se han deslizado desde esa definición, desde esa manera de entender el lenguaje poético y sus formas.
No fue hasta mucho después, en mis estudios de Filología, cuando me sumergí en la búsqueda de una explicación para este género literario; llegó entonces el momento en el que, orientada por las aportaciones de mis profesores, decidí diseccionar la función de la poesía para desentrañar su significado y su valor como expresión única del lenguaje. Fueron especialmente importantes en esta labor el profesor de Crítica Literaria, Don Esteban Torres, y el profesor de Filosofía del Lenguaje, el gran catedrático Don Mariano Peñalver. Ellos me dieron el primer empujón para encauzar el planteamiento de esta búsqueda: la observación minuciosa de la poesía como fenómeno tanto plástico como expresivo a fin de describir los rasgos funcionales, formales y lingüísticos del género.
Lo que más me influyó en mi intento por averiguar la función poética fue el concepto que los formalistas rusos hacían de la literaturnost, es decir, el establecimiento objetivo de aquello que confiere a un escrito su calidad literaria, lo que lo convierte en obra literaria en definitiva.
Slovski en 1917 explicaba que “La finalidad del arte es dar una sensación del objeto como visión y no como reconocimiento, el procedimiento del arte es el proceso de singularización de los objetos”, es decir, la actividad artística consiste en convertir algo común en singular, como si fuese único, aunque el tema haya sido largamente trillado a través de los años y la Historia. Se trata, pues, de hacer que algo corriente pase a ser único y especial. Ese es el rasgo que los rusos consideraban esencial para dotar a un escrito de su valor como obra literaria, y yo en mi humilde opinión, estoy de acuerdo con esa idea, y he de añadir que no he encontrado otra definición mejor en ninguna de mis lecturas posteriores.
De ahí, del término “literaturnost”, fui sacando yo mis propias conclusiones a lo largo del tiempo, junto con una fuerte introspección en la que traté de averiguar mis propios procesos al crear los poemas, así como también la reacción de los lectores al entrar en contacto con los mismos, y cómo habían entendido los mensajes, las imágenes, y demás recursos empleados en los escritos. En suma, analicé tanto las vías formales como los procesos psicológicos que intervienen en la creación, examinando los porqués a la hora de utilizar específicamente ciertos recursos, imaginería, símiles, etc., es decir, por qué esos y no otros.
En la poesía hay que intentar conseguir esa expresión de lo único y especial mediante el uso diferente de las formas y las estructuras, pero al mismo tiempo, hay que adaptarse al espacio limitado con el que contamos, el universo cerrado del poema, y las imposiciones del ritmo y la cadencia, (versos pares con versos pares y versos impares con versos impares, se podría resumir), pues de lo contrario, estaríamos hablando de prosa poética, que es igualmente valiosa, pero no se puede definir como poesía. En el lenguaje común, el objetivo primordial es la comunicación práctica, rápida y efectiva, en la que solo exista una interpretación, una nada más, cuidando para ello de que no nos quede ni el menor margen posible para el error. Eso significa que, si todo el mundo ha entendido lo mismo, la comunicación se ha producido con el éxito esperado. En términos lingüísticos, en el lenguaje común, se apela a la función denotativa del mismo.
En la poesía, en cambio, se busca más la función connotativa del lenguaje, aquella que da lugar a la expresión de una emoción a través de diversos elementos formales, incluido el sonido, la musicalidad, y los diferentes matices de las palabras, de manera que se juega con la ambigüedad y los distintos significados que palabras, frases, o todo en su conjunto, puedan adquirir, para ofrecer una gama de interpretaciones, que además, en mi opinión, acaban teniendo sentido gracias al cúmulo de experiencias del propio lector, que así transfiere al poema sus propias vivencias.
Otro factor que, a mi manera de ver, debe ser el fundamento para una poesía valiosa, es la honestidad en el contenido. Eso quiere decir que no admito, o al menos a mí no me produce igual sensación, un poema que solo tenga como objetivo la plasmación de una estructura formal preciosista y perfecta, pero sin alma en el fondo que le prodigue el aliento emocional que toda obra poética necesita. Me refiero a esos poemas de construcción impecable, de formas bellas, bien cuidadas, y métrica de trazo indiscutiblemente sólido, pero que adolecen de sentimiento verdadero, y acaban pareciendo un mero ejercicio literario, sin causar el más mínimo pellizco, sin reabrir la más mínima herida, sin horadar ni un solo recuerdo. Son como los cuadros que vemos, o mejor dicho, no vemos en la sala de espera del banco, o algunos anuncios dibujados en la carrocería de los taxis. A mí, al menos, no me dicen nada…
Y para rematar el asunto, he de admitir que, aunque sé de sobra que la obra trasciende al artista, que adquiere vida propia, y que vuela por encima de los avatares puntuales de una existencia concreta, no puedo evitar dejarme influir por lo que sé del autor o autora, y por ello, requiero hacer un gran esfuerzo en algunas ocasiones para eludir esos hechos, y así, al final, poder zambullirme en el poema descontaminándolo de todo rastro privado que aparezca en conexión con la persona que lo compuso. Ya lo he comentado en alguna de mis “Pequeñas reflexiones en prosa simple”, como la titulada “De cómo la verdad afecta a la poesía”. Me ocurre que, irremediablemente, tengo que realizar este esfuerzo titánico con la obra de Pablo Neruda, por ejemplo, porque estoy al tanto de lo que le hizo a su desgraciada hija Malva Marina, cuando la repudió sin pudor alguno y la condenó a la muerte segura en la indigencia más penosa, junto con su mujer, Maryka Antonieta Hagenaar, simplemente por la triste hidrocefalia que padecía la niña, inconfesable para un macho tan viril como él. Soy consciente de que el conocimiento de estos hechos no debe alterar la percepción de una obra de tan sobrada excelencia, pero el corazón es así, y por eso, cada vez que releo sus poemas, tengo que abstraerme hacia el fondo de las palabras en sí mismas y olvidarme de lo demás.
El antiguo reloj de la Sala de Profesores, con su cristal arañado y algo desvaído, señalaba las 11:30 de la mañana, una turbia mañana de principios de noviembre, con un tiempo entreverado, que no acababa de ser otoño, pero tampoco dejaba atrás el exasperante veranillo del membrillo. Gracia se puso en pie y tiró su pequeño tetrabrik de zumo a la papelera de reciclaje. Se dirigió al despacho del Jefe de Estudios. Tocó la puerta brevemente con los nudillos, y a la respuesta de “Adelante”, entró en el despacho.
“Buenos días, Ramón”
“Buenos días, Gracia. ¿Qué te trae por aquí?”
“Pues, ya sabes que soy la tutora de 2º de ESO C, y tengo que hablarte de una alumna que me tiene muy preocupada. Se trata de Amina Bendriss.”
“¿Amina? Amina…¡Ah, sí, la chiquita esa que es un portento con las matemáticas, ¿no?, la del pelo largo y rizado que el año pasado ganó el concurso local de ejercicios matemáticos para alumnos de 1º de ESO. ¿Qué pasa con ella? Según tengo entendido está muy contenta en el centro”
“Sí, sí, está, o estaba muy contenta, a pesar de su irremediable timidez. Tiene un grupo de amigas, básicamente tres, en el que se ha integrado muy bien, tanto a nivel social como en lo que se refiere a los estudios. Sus amigas Mariola y Jimena son también muy buenas estudiantes, y suelen estar siempre juntas en los recreos, y también a la hora de hacer trabajos.”
“¿Entonces?», interrumpió Ramón.
“Pues, resulta que hace más de una semana que Amina no viene a clase. La semana pasada no estuvo en el centro ni un solo día, y esta semana, ya ha faltado el lunes y el martes, y hoy miércoles tampoco ha dado señales de vida. “
“¡Vaya por Dios! ¿Has hablado con los padres?”
“He llamado en varias ocasiones. Hablé con la madre, y la primera vez me dijo que se encontraba enferma, pero cuando volví a llamar una segunda vez para preguntar por su estado, tuve la sensación de que me daba largas…, ya sabes, ese instinto por el cual notas que las explicaciones que te dan no parecen en absoluto convincentes. Primero me dijo que eran dolores de la regla. Después que había pillado un resfriado, y la última vez que intenté contactar, ni siquiera me contestó al teléfono. A todo eso hay que añadir que ninguno de sus familiares me ha entregado justificación médica de ningún tipo. Creo que habrá que mandarles una carta certificada para que aclaren de una vez por qué la chica se ausenta, y si no obtenemos una respuesta plausible, habrá que iniciar el protocolo de absentismo.”
“Sí, sí, claro. Y además nosotros podemos comenzar nuestras pesquisas preguntando a las amigas que has mencionado, e incluso a otros compañeros, a ver si alguno tiene idea de la causa de esta situación.”
Gracia salió del despacho con aire consternado, pero con la firme determinación de averiguar qué le había ocurrido a esta chica para pasar tan vertiginosamente de ser una alumna aventajada con los números y muy unida a sus amigas, (tan buenas como ella), a convertirse en una absentista de la noche a la mañana con la complicidad de su familia.
(II)
Bajo el denso plomo de ese día tan extraño, que se debatía entre el calor excesivo para noviembre y un persistente nublado que no acababa de romper en lluvia, los adolescentes se movían en pequeños grupos en el patio, con sus bolsas de gusanitos, sus bocadillos, y sus bollos a medio salir del envoltorio, lo justo para dar el bocado. Jimena miraba a todo lo que daban sus enormes ojos marrón verdoso a su amiga Mariola, con una mezcla de espanto e incredulidad.
“¡Pero, qué dices, tía! ¡Eso no puede ser! ¿Tú estás segura, Mariola?”
¡Que sí! Que me lo dijo Amina, pero no pudo contarme mucho porque en seguida su madre se enteró de que estaba hablando conmigo y, ¡le quitó el teléfono, tía! ¡Qué fuerte! ¡Le quitó el móvil! Se lo quitó y ya no se lo ha devuelto. La he llamado varias veces, pero el móvil está apagado.”
“Y, entonces, ¿qué hacemos? ¿Vamos a su casa?”
“Yo no me atrevo a ir otra vez, no, no. Ya me presenté allí el otro día, y cuando la madre vio que era yo por la mirilla, ni siquiera me abrió la puerta. Y entonces Amina corrió el visillo de la ventana, y lo único que pude ver fueron sus manos pintadas con henna, y la cara más triste que he visto en mi vida. Me pareció como si estuviera tan desesperada que hubiera tirado la toalla y ya no quisiera protestar, ni luchar, ni discutir, ni nada. ¡Pero es que eso es injusto! Y ni siquiera sé si eso realmente lo pueden hacer sus padres.”
“El problema es que ella tiene catorce años. No se puede hacer nada… No sé.”
“¡Vaya rollo, tía! ¡Qué pena me da!”
“Mira, por ahí viene la maestra, la tutora, Gracia. Creo que viene hacia nosotras.”
(III)
Gracia, la tutora, se fue acercando a las dos chicas con una inequívoca expresión inquisitiva y un claro empeño de resolución inmediata. Al verla, Mariola y Jimena sintieron que el estómago se les encogía y al mismo tiempo se les agitaba dolorosamente, con una irrefrenable inquietud y un desasosiego amargo, que las colocaba al borde del colapso, y sobre todo, de la más indescifrable indecisión. Jamás se habían hallado ante un dilema de estas dimensiones. Se miraban con la angustia de no saber qué hacer, si callar el grave secreto de su amiga Amina, o bien optar por traicionar su revelación, contando abiertamente a su tutora la dura circunstancia que rodeaba a la chica.
“¡Buenos días, chicas! Quería preguntar si sabéis algo de vuestra compañera Amina Bendriss. Es muy importante que me ayudéis, porque no tenemos noticias de ella desde hace varios días, y como habréis podido comprobar, lleva faltando a clase bastante tiempo. Estamos muy preocupados… De hecho, he intentado contactar con la familia, pero las razones que he recibido no me parecen verosímiles. Y para colmo, ya ni siquiera contestan el teléfono.”
Jimena lanzó una tormenta encendida a través de sus ojos, como una súplica llorosa y quebrada, a su amiga Mariola.
“Mariola, es mejor que se lo digamos…”
“Sí, creo que sí”, replicó Mariola, apartando de golpe sus titubeos. “Verás, Gracia, el otro día Amina me llamó desde su móvil y me dijo muerta de miedo y de dolor, que sus padres la van a casar con un primo de su padre, a quien se la habían prometido hace tiempo. Ese señor tiene casi treinta años más que ella, y es casi un completo desconocido, y ella no quiere, ¡de verdad, me lo contó entre lágrimas!, no quiere casarse con él. Pero, aún así, ¡su familia está decidida a celebrar la boda! No les importa lo que ella siente, ni si quiere casarse o no, o quién le gusta en realidad, porque a ella quien le gusta es Edu, Eduardo Torres, el de 2º ESO B, de la clase de al lado, no ese hombre tan viejo. Cuando me lo estaba contando, llegó su madre y le quitó el móvil, y ya no hemos podido hablar más con ella.”
“Dile lo de la ventana, Mariola”, añadió Jimena con urgencia.
“Me pasé por su casa el otro día, pero su madre no me quiso abrir la puerta, y sólo la pude ver por casualidad en la ventana, con las manos llenas de dibujos hechos con henna, que por lo visto, es lo que suelen hacer cuando vas a casarte. Yo entiendo, o intento entender sus tradiciones, pero esto no me parece una costumbre sana ni tampoco justa. A lo mejor, ni siquiera es legal. No estoy de acuerdo con que en estos tiempos se pueda forzar a nadie, y menos a una niña de sólo catorce años a casarse con quien no desea hacerlo.”
“Además, Gracia, si la obligan, lo más probable es que la quiten de estudiar, y así no podrá llevar a cabo su sueño de estudiar Matemáticas e investigar el lenguaje de los ordenadores, que es lo que a ella le encanta. ¿Qué va a ser de ella?”
“¡¡Dios mío!! ¡¡Esto es espantoso!! Estoy de acuerdo con lo que habéis apuntado respecto a la legalidad de este asunto. Es una menor, que no alcanza ni los dieciséis años, que es la edad mínima para intentar contraer matrimonio, si bien, incluso en ese caso, son necesarios unos cuantos requisitos. Pero a su edad, ni siquiera con esos requisitos puede realizarse tal práctica, y si encima, como me habéis dicho, se trata de un matrimonio forzado, la ley debe procurarnos, casi con total seguridad, alguna forma de impedir esta locura. Las tradiciones son muy respetables siempre y cuando no choquen con las leyes, ni las del estado en cuestión, ni tampoco las leyes naturales del sentido común. Imaginad, por ejemplo, que en un país X existiese la tradición milenaria de tirar por un acantilado a un niño de cuatro años cada solsticio de verano. Por más que esta salvaje costumbre formase parte del folclore, jamás podría permitirse semejante atrocidad, con la simple y absurda excusa de invocar, como justificación del disparate, la existencia de una tradición antigua. Igual ocurre en este caso. Voy a comunicar el asunto a la directiva del centro para aplicar las medidas necesarias a fin de evitar a toda costa esta barbarie.”
(IV)
En el despacho de Ramón, el Jefe de Estudios, se arremolinaban las idas y venidas de los profesores de 2ª C, los timbres de los teléfonos y las conversaciones, superpuestas unas a otras en un revuelo nerviosamente activo. Encima de la mesa, asomaban sin geometría ni orden definidos, montones de papeles por aquí y por allá: cartas a las autoridades, informes, reportes a la Fiscalía de Menores, Boletines Oficiales, Normativa, denuncias…Incluso por algún rincón se dejaba ver algún recorte de periódico en el que aparecía la noticia de una menor a la que sus padres habían querido obligar a casarse con sólo catorce años y sin su consentimiento, y con el único beneplácito de sus padres para su propio beneficio, en aras de una tradición aberrante e inhumana, cuya práctica iba a proporcionar a los padres una suculenta recompensa económica por parte del novio.
En algunas de las fotos en las portadas de los diarios que se desparramaban caóticamente por la mesa, aparecía reflejada la cara de Amina, con un gesto superficialmente neutro que, en realidad, solapaba un intenso amargor, una ruptura en los adentros, onerosa y quizás desgarradora, que nadie podía descifrar del todo.
“¡Menos mal que hemos logrado evitar ese desastre! ¡Pobre chica, iban a malograr su futuro, a encerrarla para siempre en un matrimonio oscuro y espinoso, arrebatándole la voluntad y el libre albedrío! Pero, hay algo que no termino de comprender. “Inquirió Gracia con una sombra de vacilación. “¿Por qué me da la sensación de que Amina no está tan contenta como era de esperar? Debería sentirse feliz por haber sido liberada de la tortura a la que iba a ser sometida. No acabo de verlo claro.”
(V)
Desde la soledad del pupitre, el aula se le antojaba un lugar extraño, ajeno, y vacío. Las voces que emergían del fondo sonaban remotas, como de otro mundo, un mundo que debía afrontar sin saber muy bien cómo. Todo a su alrededor daba la impresión de estar lejos, escrito en un idioma incomprensible. <<¡Qué difícil! ¡Qué voy a hacer ahora!>>, pensó Amina, con un pellizco de angustia en las entrañas. La pálida y suave voz de Mariola le llegó como de las antípodas:
“¡Amina, tú sabes que eres mi “bestie *”! ¿Qué te pasa?”
Amina no le contestó con palabras, y sencillamente la miró con una ausencia compungida que Mariola no acertaba a traducir. Al cabo de unos minutos, Mariola observó en los labios de Amina un rictus tembloroso que de pronto la hizo saltar y correr a los servicios. Mariola encontró por fin a su amiga, sollozando en el más denso de los desconsuelos, ovillada en un rincón, rascándose la henna de las manos.
Nota: *“bestie” = anglicismo usado por los adolescentes que significa “best friend”, mejor amigo/a.