PEQUEÑAS REFLEXIONES EN PROSA SIMPLE “EL VERANO” (04 AGOSTO 2019)
“Ya llega el verano…”, reza la letra de una canción de Bruno Lomas, brotando de pronto de entre ese runrún de fondo al que apenas prestamos atención, los anuncios de la televisión. Y los amarillentos acordes se cuelan por mi nostalgia, tan vulnerable en estos últimos tiempos, desenterrando, como sólo pueden hacerlo la música y los olores, una especie de hermosa inquietud por la estación estival que no he sentido en años. Pero lo curioso del caso es que dicha sensación nada tiene que ver con una espera real ni presente, ni con la fecha que corre en el calendario de la cocina. Por el contrario, estos animados sentimientos vienen empujados por experiencias ancladas en los recuerdos, y el verano que cosquillea en mi corazón como un extraño aleteo, no es el actual, ni siquiera el del año pasado, y menos aún el anterior, ni muchos otros semejantes de las últimas hornadas, que al fin y al cabo, sólo son un puñado de semanas de extremo bullicio exhaustivo, atestadas de motos descaradamente ruidosas a las 4 de la mañana, y de gente gritando a las mismas horas que las motos, como si charlaran al mediodía; esa melodía de ritmo añejo pero vívido no me transporta a esta ingente pila de noches en las que el calor se apodera del escaso sueño que me permite la edad, sobre todo porque el insultante incivismo de la juventud me fuerza a cerrar la ventana en medio de la madrugada de temperatura tropical, pues es algo más fácil acariciar la posibilidad de dormir ante el mercurio disparado que ante los decibelios inapropiados para el descanso nocturno. Las notas rescatadas de aquella época perdida abren las doradas cajas de las fotos, y se tornan una alfombra mágica en la que vuelo a aquellos veranos, tan distintos de los de ahora, en los que el calor preludiaba el merecido descanso tras la presión de los libros, los apuntes, y los necesarios madrugones del curso académico, para dejar paso a la libertad de los relojes y el misterio de los días vacíos de obligaciones. Entonces no cabía pensar en ruidos, y si efectivamente los había, no existían, daban igual, sólo importaban las vacaciones, la disposición absoluta del tiempo para el azar y la fantasía. Era la época de las risas burbujeantes en las comedias perfumadas de jazmín en el cine de verano; era el momento en el que cualquier mirada de algún chico interesante podía ser el acceso a una historia en la cabeza, en el puro ensueño, en el cráter tupido de la imaginación, en el mismo borde de la fortuna inasible. Eran los días en los que un baño en la playa era un regalo de difícil consecución, y una estancia en la costa, un premio casi fuera del alcance para mis sueños cotidianos.
“Ya llega el verano…”, y saltan en mi memoria los mediodías de canícula apretada, cuando a falta de otro medio para refrescarnos, las vecinas nos mojaban con sus mangueras caseras desde los lavaderos en las plantas bajas del barrio, mientras nosotros nos sentíamos tan a gusto, con el frío húmedo traspasando nuestros bañadores apenas utilizados, que nos creíamos estar en las mismísimas orillas de las playas hawaianas. “Ya llega el verano…”, y me encuentro en La Calzada de Sanlúcar de Barrameda, con mi amiga Rosi Cantero, que me había invitado a compartir su veraneo, una maravillosa recompensa que aún conservo, las dos paseando por la noche estrellada del mar cercano, de camino al cine de verano que instalaban allí mismo, en el centro del rumor del océano encendido por los astros. “Ya llega el verano…”, y oigo a mi madre: “Ya va apretando el calor. Vamos a poner la casa oscurita”, tras lo cual cerraba todas las persianas, luchando contra el persistente ataque del sol embravecido y la hirviente flama del suelo con la única ayuda de la fresca oscuridad. “Ya llega el verano…”, y disfruto de la solitaria playa nocturna desde la terraza del apartamento que el tío de Inma Cívico poseía en primera línea de costa, una de las imágenes más valiosas en mis vivencias adolescentes. Ella me ofreció como un precioso regalo incalculable, pasar unos días en aquel alojamiento privilegiado de El Puerto de Santa María, y desde luego le sacamos todo el jugo al colorido viaje, como en aquella ocasión en que decidimos hacer autostop, sin pedir permiso (¡qué inconsciencia!!), y sin mencionar ni una palabra al respecto, (¡qué valor!) para ir a la cercana localidad de Chipiona, y tras un buen rato de poner el dedo, nos recogió un auténtico lugareño en un destartalado cuatro latas, con la especie de maletero que los cuatro latas tenían en la parte trasera, lleno de melones y sandías. Aquel pintoresco conductor, ante quien nos hicimos pasar por americanas, (sin suscitar la más mínima duda), nos preguntó con un marcado acento muy cerrado: «¿Qué quiere dejir ejo der deo, que os lleve en er coshe?».
“Ya llega el verano…”, verano para adelante, verano para atrás, 14 años, 21, 18, 15, … Todos ellos atesorados en el mismo baúl de plata y marfil, con la misma etiqueta de humo. Recordar esos veranos es un placer que sólo se nos concede a los que alcanzamos la amplia perspectiva de la madurez, cuando los años nos dan la opción de elegir hacia donde mirar…