NUESTRO SIMPÁTICO PLATERO (Febrero 2020)
La mañana espléndida de la sierra se desparramaba por el paisaje desde un sol quizás demasiado irreverente para el invierno. El ingrávido horizonte azul, drapeado de verde brillante, nos llamaba hacia el sendero terroso que lleva de Benaocaz al Salto del Cabrero, aunque sabíamos que no podríamos avanzar, sino sólo asomarnos a la entrada de la ruta, pues no nos habíamos puesto la indumentaria adecuada, especialmente en lo que al calzado se refiere, ni tampoco disponíamos del tiempo suficiente para culminar con éxito la tarea. En cualquier caso, no albergábamos más pretensión que disfrutar de un corto paseo por el campo.
Al principio del sendero, pudimos ver a un lado una piara de tranquilos cerdos que dormitaban bajo el gratificante sol mañanero. Sus orondas figuras grisáceas, acostadas sin mayor preocupación que descansar sobre la tierra desnuda, sin moverse, nos recordaban a un curioso conjunto de turistas, de esos que vienen a tumbarse horas y horas al sol playero del litoral, como esperando conseguir con ello la bendición eterna de los rayos en su piel, en un tenaz intento por conservar el calor, cual posesión permanente que nadie les pudiera quitar al regresar a sus países. Nuestra presencia a media distancia no les supuso a los puercos ni la más mínima interrupción en su plácida rutina, y simplemente pasaron de nosotros, como si no existiéramos, como si no hubiésemos estado allí.
Al continuar caminando, el terreno se fue haciendo más irregular, más pedregoso, más salpicado de pequeñas trampas invisibles, como huecos de sorpresa, socavones escondidos, saltos de nivel inesperados, o aristas ocultas a modo de zancadillas cortantes. A un lado del camino, tras una delgada valla, de pronto nos pareció descubrir una mirada de inocencia absoluta, irradiada a través de un gracioso rostro peludo. Se trataba de un simpático asno plateado de aire contento que venía detrás, pendiente de nosotros tras el fino enrejado. Su persistencia en llamar nuestra atención por fin nos hizo darnos cuenta de que nos seguía con paso alegre y ganas de conversación, observándonos con sus enormes ojos de adorable limpieza. Nos hizo tanta gracia que nos paramos y nos acercamos al animal. Empezamos a hablarle y a decirle piropos, con ese tono dulzón que impregna la voz de una cierta musicalidad infantil, esa misma que los seres humanos tendemos a usar tanto con los animales como con los niños pequeños, y que fuera de contexto puede parecer incluso ñoña, pero, sin embargo, en su momento y contexto concreto, suscita un repentino y agradable sentimiento de satisfacción emocional.
El burrito estaba encantado con el despliegue de mimos y requiebros cariñosos que le estábamos dedicando, se notaba en su mirada feliz, y en el gracioso baile de sus orejas, que giraban como las antenas de un radar al ritmo de las ondas. Nunca había visto en mi vida tanto gozo en un burro. Su marcado deleite se transmitía en una comunión recíproca de emociones que nos esbozó en un instante unas vívidas sonrisas y carcajadas infantiles como cohetes de feria.
Tras este episodio lleno de sal y gratos reencuentros con la fe en el ser humano, continuamos nuestro paseo, adentrándonos cada vez más en la brusquedad del sendero, que ya empezaba a dejar sus lindes en una estructura difusa. Vimos también unas cabras encantadoras que balaban arremolinadas en corrillos como vecinas en plena conversación chismosa, con algunas crías por aquí y por allá, entretenidas en aprender el útil arte de saltar peñascos, ante la impasible supervisión de sus mamás. Asimismo, hallamos grupos de pollos camperos, donde el gallo alfa mostraba su pavoneo señorial y un tanto chulesco, para dejar claro quién mandaba en el corral, mientras las gallinitas se agazapaban silenciosas bajo las ramas de un arbusto inmenso que las cubría a modo de seta gigante, bajo la cual se adivinaban los numerosos pares de patitas nerviosas.
En un momento dado, nos dimos cuenta de que la dificultad de la senda se hacía ya casi imposible de soportar para unos zapatos de ciudad, cuyas suelas casi lisas poco podían hacer frente al arenal resbaladizo y las cortantes piedras cada vez más abundantes. Entonces, decidimos que lo mejor era dar la vuelta para regresar, siguiendo el mismo rumbo de la ida.
Íbamos distraídos, sumergidos a veces en el silencio salpicado de trinos y otras voces animales que el paisaje nos ofrecía, y a veces en nuestras propias conversaciones de humanos urbanitas, un tanto extasiados ante la explosión diáfana de la naturaleza.
De repente, sin esperarlo, escuchamos un grácil rebuzno cromático, a pleno pulmón, como el saludo de un familiar campechano de voz ruda y volumen subido. Ya ni siquiera nos acordábamos del rucho gris plata que tan cálidamente había recibido nuestras palabras zalameras, pero él en cambio sí que nos recordaba, y nos salió al encuentro junto a la delgada verja en un animado intento de volver a llamar nuestra atención. Le habíamos caído bien sin duda, y nuestro pequeño homenaje de mimos se le había quedado grabado en la memoria, pues había bastante gente paseando por el mismo sendero, al ser Domingo, y no cualquier Domingo, sino el Domingo grande de las fiestas del pueblo, y sin embargo, a pesar de la concurrencia de improvisados senderistas, nuestro particular Platero no se había acercado a llamar a nadie más, ya que probablemente nadie más se había fijado en él del mismo modo, y sólo nosotros fuimos obsequiados con su sencilla respuesta de animal afectuoso.¡Qué saludo tan acogedor su alegre rebuzno dirigido a nosotros como un reconfortante acto de reconocimiento! ¡Qué honesta y sincera bienvenida, aproximándose al pequeño risco donde la verja nos dejaba ver la simpática danza de sus ancas! Parece una anécdota demasiado simple quizás, pero para nosotros, más de ciudad que de campo, fue todo un descubrimiento, pues jamás se nos habría ocurrido que un asno, el animal que proverbialmente, (por desgracia), representa el colmo de la ignorancia y la falta total de inteligencia, fuese en el fondo un ser de alma tan sensible y con tanta capacidad para el recuerdo, ya que a pesar de haber interactuado con él sólo unos minutos, 10 o 15 a lo sumo, ese corto periodo de tiempo había sido suficiente para que el simpático burrito estableciese un vínculo con nosotros, con ese amor inconmensurable e incondicional que nos brindan los animales.
Y esa es la esencia de este sencillo relato anecdótico: el profundo deseo de aprender a valorar ese regalo sin precio posible en este mundo, que se encuentra en la magnífica ingenuidad del amor que nos profesan esos seres vivos que no pertenecen a nuestra especie. Nos podemos sentir afortunados.