PEQUEÑAS REFLEXIONES EN PROSA SIMPLE (I)

PEQUEÑAS REFLEXIONES EN PROSA SIMPLE (I)    (Febrero 2016)

 

Desde que se alcanza ese momento en que nos hacemos conscientes de nuestra propia existencia, ese instante milagroso en que se nos aparece nuestro propio ser como una entidad única y distinta del resto de la realidad, diferente y a la vez inmersa en esa misma atmósfera, empezamos a preguntarnos por nuestro destino, por el Bien y el Mal, por los caminos a elegir, por cuál será el final de los senderos que surgen como estrellas posibles en nuestra imaginación. Y la pregunta más acuciante de todas, quizás, es la que nos conduce a pensar en  lo que quedará de nosotros cuando los relojes no marquen más horas visibles, la que nos empuja a considerar ese esbozo de Infinito en el que con todas nuestras fuerzas deseamos creer, pero que la mayor parte de las veces se nos esfuma de la esperanza, como un truco de ilusión hermoso, pero carente de fundamento. Es entonces cuando llegan las explicaciones biológicas y químicas, que aunque escondan una belleza de universo encriptado,  no nos solucionan la fe rota, ni recomponen nuestro diminuto y limitado futuro, que se estrecha hacia la nada irremisiblemente. Y también es entonces cuando uno cae en la cuenta de que hay un rastro de permanencia sutil en este mundo a través de la memoria de los otros, a través de las huellas en aquellos que conservan nuestra imagen, que nos piensan a veces, entre sus cosas: Esa es la porción de eternidad a la que podemos aspirar, más extensa cuanto más recordados seamos. Si se extingue el último ser que nos recuerde, si se apaga nuestro nombre de todas las memorias aún latentes, nos iremos al más absoluto de los olvidos.

Pero esta verdad, contundente y dolorosa, no se limita únicamente a la mortalidad definitiva, al final físico e irreversible de nuestra carne, sino que también afecta a las pequeñas eternidades cotidianas, aquellas en las que reafirmamos nuestra presencia en el mundo, en el día a día. Si nadie nos ve, si nadie nos oye, si nadie nos muestra una sonrisa para entrar en los rigores desconocidos del nuevo día, si nadie nos regala una caricia para reconocernos en la incertidumbre, si no nos vemos reflejados en una mirada, si no somos amados, si ni siquiera nos recuerdan, al menos en un segundo perdido, dejamos de existir. Nos hacemos invisibles. Morimos.

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