PEQUEÑAS REFLEXIONES EN PROSA SIMPLE (III) Marzo 2016
Las diferentes soledades
Nuestro maravilloso idioma castellano posee una palabra cuyo significado último depende del complejo panorama en que se encuentre envuelta. Me refiero al término “Soledad”, que recoge en sus adentros una multiplicidad de valores curiosamente antitéticos, e igualmente, por esto mismo, asume una sorprendente gama cromática, cuyo antagonismo emocional requiere de un despliegue de aclaraciones por parte del hablante, para así dejar al interlocutor con la absoluta obviedad del significado preciso empleado en esa situación.
No ocurre lo mismo en la lengua inglesa, donde cuentan con dos palabras distintas para definir sin margen de duda a qué tipo de soledad estamos aludiendo: De una lado, la lengua de Shakespeare recurre a la palabra “Loneliness” para retratar la soledad del alma que pierde la compañía, el estado del interior humano que se ha quedado sin su soporte sentimental, gravitando solo en el universo, como un planeta recóndito que nadie visita. Esa “Loneliness” supone una condición dolorosa que el destino impone, como un dardo certero, en el centro de las entrañas, y por esa razón, dicha “Loneliness” no es plato de buen gusto para aquellas personas que tienen la desgracia de encontrase en semejante circunstancia. Nadie puede desear vivir en “Loneliness”, e infortunadamente, nadie puede llegar a amar, ni siquiera a acercarse a una tímida amistad con la mencionada “Loneliness”.
De otro lado, en cambio, el idioma inglés nos ofrece otro término, “Solitude”, que si bien se puede traducir también por “soledad”, no enuncia en absoluto las marcas hirientes del aislamiento forzoso con el que la vida nos puede castigar, a saber por qué, sino que por el contrario, la “Solitude” es un estado de soledad soñada, elegida; describe la búsqueda consciente y voluntaria de un paraje remoto, bien en el espacio visible o en los pasadizos cabalísticos de nuestro propio ser, donde encontrarnos con nosotros mismos por puro deseo de mirarnos el alma sin respuestas ajenas, e incluso, desde allí, observar el mundo como desde una atalaya, con un cierto toque de sabiduría, o al menos, con la amplitud de miras que nos regala la experiencia.
Una amiga muy querida me dijo el otro día, con toda la buena intención de un consejo cariñoso: “Debes aprender a amar la soledad, tienes que convertirte en su amiga…”. Supongo que hacía alusión a la “Solitude”, para la que por supuesto estoy y he estado siempre dispuesta. Mi encuentro con esa “Solitude” siempre ha sido hermoso y prolífico, y como prueba, aquí están estas pequeñas y simplísimas reflexiones que con ella comparto. Pero, sin embargo, sé que por más empeño que quisiera proponerme, ni con la más firme de las voluntades, podría ser amiga de esa odiosa y pesada “Loneliness” que desde su sinuoso sendero, la vida me ha disparado a bocajarro. No me gusta, no la amo, ni llegaré jamás a amarla, y lucharé contra ella mientras mi corazón guerrero siga en pie.