PEQUEÑAS REFLEXIONES EN PROSA SIMPLE VIII (Cuando llega el rostro de la Muerte)
Mayo 2016
A mi pobre entender, y siempre, por supuesto, desde la inestable posición especulativa que nos otorga el hecho de estar vivos, el momento en que nos encontramos de frente con el tan temido como ignoto rostro de la Muerte, puede surgir de tres formas distintas.
En primer lugar, una de dichas formas, que curiosamente es quizás la más deseada a pesar del brusco zarpazo que desencadena, corresponde a la Muerte Repentina, aquella que nos atrapa en el instante menos pensado, con la casa tal vez por barrer, las cuentas desordenadas y por saldar, y las despedidas aún por esbozar en decenas de papeles en blanco arrumbados por los cajones, en la ilusa creencia de que todavía queda tiempo para dibujar adioses floridos, rebosantes de alivios soñados, a la espera tal vez de culminar en añorados reencuentros . Esa Muerte, que tan súbitamente nos arranca de la escena en mitad de la obra, es la más ansiada por muchos, pues su aparición inesperada nos puede ahorrar el sufrimiento de la partida, como si atravesáramos a toda prisa una reducida transición mediante una anestesia tan reparadora como neblinosa, a pesar de provenir en principio de cualquier fuente violenta, desde el raudo asesinato, al accidente fatal, pasando por las paradas cardiacas, los ictus, o cualquier otra versión de disfunción irremediable. Pero esa misma rapidez en el dictamen del punto final nos permite el lujo de no enterarnos de nada, y eso es algo que todos, o casi todos, buscamos.
Asimismo, hay otra forma de proximidad a la Muerte, que si bien salva al condenado de la tortura que inflige la consciencia, deja el aparatoso rastro del tormento para que lo sufran todos aquellos que rodean al moribundo, en muchos casos unidos a éste por el grave vínculo del amor, y en otros casos, simplemente a través de un contrato laboral que les exige una disposición permanente destinada a los cuidados del enfermo. En esta situación, la persona afectada por el revés de los hados, se sumerge despacio, y sin un ápice de intención, en la opacidad persistente por la que discurren los laberintos de la memoria perdida, y en los ovillos enredados que el desgaste neuronal enmaraña, con más o menos prisa, pero siempre con el mismo resultado inamovible. Quien llega a la Muerte por este cauce, tampoco es consciente, al menos al final del proceso, de su triste nivel de deterioro, ni de las deformidades que asoman al rostro del peligroso jinete que nos abduce en su camino al apocalipsis. La ignorancia en este caso trae implícita una perfecta dosis de serenidad, y un sutil y cómodo apagado total.
En cambio, la Muerte Lenta y Anunciada por los hirientes avisos de la enfermedad y el caos físico o anímico, con el absoluto conocimiento del individuo, es la que nos produce el miedo más profundo, y el sentimiento de indefensión más penoso y arduo de llevar, pues nos supone tener que asumir la inevitable presión de la consciencia, y el grito sobrecogido por el pavor que emana del cerebro dolorosamente agudo en la dimensión de su inteligencia aún intacta, conocedor, sin evasión posible, de la siniestra cercanía de nuestro fin, y de la fragilidad que hace diluirse en el vacío toda la irrecuperable sensación de la vida. Nadie, excepto quizás los santos, o aquellos que han llegado al valle tranquilo de la aceptación meditada, siente el más mínimo deseo de llegar al momento crucial de la Muerte por esta vía de inexorable lucidez, sino que más bien, la mayoría optamos por lanzar nuestras oraciones en pro de un tránsito lo más inconsciente posible. No saber, no conocer, es en este caso, lo mejor.
Sublime reflexión de las conveniencias del final de la vida.
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muy bien
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