Un día sentí que el mundo
ardía en la cuerda floja,
y dejé que las ventanas
se abrieran hacia las sombras,
y me enfrenté sin pensarlo
con todas las vidas lógicas,
y aposté, aún a sabiendas
que sería pérdida honda,
cada gramo de mi carne
y el brillo en mi alma de novia,
por cogerte de la mano
en eternidades rotas.
A pesar de las caídas,
y de las agrias palabras
que recogía del viento
al cruzar las calles rancias,
te llevé por los senderos
felices de las montañas,
y te saqué de los lodos
oscuros que te embargaban
cuando el cielo ennegrecía
de nubes enmarañadas,
enseñándote tu nombre
para decirlo en voz alta,
con el semblante hacia arriba
y el orgullo en la garganta.
Pero siempre hubo un demonio
como una humareda ácida,
siguiéndome hasta en el sueño
con la estela de su espada,
para enterrar mi sonrisa
en los espejos del agua,
y hacerme vagar sin pies
por la tierra descarnada
con una mentira a cuestas
y un número en la mañana.
Y hoy se han vaciado las letras
y se esfumó el libro entero
donde escribía con aire,
a imitación de los eterno,
los detalles de tus ojos
y la huella de tu cuerpo
repetida en mi piel cómplice
como en mil rayos secretos:
Se ha terminado la tregua
que una vez me prestó el tiempo,
y he de volver a la espina
contundente del espejo,
y aceptar las cifras claras
que se asoman a mis dedos,
para curar los enconos
de mi amor propio maltrecho,
y ser libre en las pesadas
migajas que aún conservo.
Quiero poder cumplir años
sin sentir culpa por ello.
Quiero que la piel quebrada
llegue a un armisticio cierto,
que la lucha con la cifras
de los calendario viejos
descorra cortinas crudas
y abra ventanales negros;
que esta tortura implacable
que se ha pegado a mis huesos
les permita mi dolor
sin sentir culpa ni miedo.
Diciembre 2015